Una monja comilona


Por Alexandre de Hollanda Cavalcanti
     
Se cuenta que en un convento de clausura las virtuosas monjas vivían la Cuaresma en gran austeridad, a punto de que al fin del período de penitencia las hermanas se encontraban flacas y delgadas, marcadas por las duras penitencias y ayunos. 
Pero había entre ellas una monja «chismosa» y, a quien que le encantaba “cuidar la vida de los demás” y, durante el cántico matutino del Oficio, mientras las miradas austeras de las consagradas se encontraban recogidas únicamente a las páginas del texto y a las partituras de la canción sagrada, la chismosa miraba, curiosa, los rostros de las otras hermanas. De repente, se fija en una de ellas, la hermana Sabina: bien nutrida, de piel rosada, llena de salud, a diferencia de las caras sufridas de las demás monjas. 
Terminada la oración, la chismosa busca a la superiora para hacer la denuncia: Madre, tengo un secreto solo para Ud., es que la hermana Sabina no está cumpliendo con la regla del ayuno. 
– ¿Cómo es esto? Es parte de nuestras reglas el ayuno de preparación durante la Cuaresma. ¡No podemos permitir violaciones! 
– Lo siento, Madre, ¿No ve Ud. como ella está rosadita y bien nutrida?
– ¡Déjame! Voy a comprobar con mis propios ojos. 
Por la noche, la superiora fue de puntillas a la cocina y se escondió detrás de las cortinas oscuras de la ventana. No mucho después, oyó pasos. Mirando a un lado y a otro, iba la hermana Sabina en dirección al armario donde se guardaban los dulces y comidas reservados para la solemne Cena Pascual, tras la finalización de las penitencias Cuaresmales. Sin darse cuenta de la presencia silenciosa de la superiora, abrió el armario y empezó a disfrutar de dulces, quesos, embutidos y otros “tesoros” que se almacenaban allí. 
En este punto, la superiora, sin salir de su escondite, tratando de hablar con una voz profunda y oscura, haciendo eco entre las bóvedas góticas de la cocina del convento, comenzó a decir: 
– ¡Hermana Sabina! ¡Estás rompiendo las reglas! Ja, ja, ja ... 
– ¿Quién está ahí? – Pregunta la monja llena de miedo. 
– Yo, que te he tentado a romper las reglas ... 
El corazón palpitante de la monja latía disparado ... Pero, ¿quién eres tú? 
– ¡El Diablo! – Dijo la voz cavernosa. 
– ¡Menos mal! ¡Pensé que era la superiora! – Y siguió comiendo con ganas. 
Esta anécdota divertida es muy interesante para nos resaltar una realidad bien patente:  Todos nosotros sabemos que el tiempo entero estamos delante de Dios, pero más a menudo respetamos la presencia de un ser humano que la del propio Creador. 
Nunca estamos solos. Dios está siempre presente y a Él nosotros vamos a dar cuenta hasta de nuestras palabras ociosas. Cada vez que nuestra conciencia nos dice que no debemos hacer alguna cosa, nos debemos acordar que si no obedecemos, estamos haciéndolo delante de Dios y de toda la humanidad, pues en el día del Juicio final, todos tendrán conocimiento de cada una de nuestras acciones, sean buenas o malas. 
Conociendo esta nuestra terrible debilidad, Cristo ha instituido el Sacramento de la Penitencia o Confesión, para que, habiendo que confesar delante de un hombre concreto, eso nos ayude a comprender el mal que cometemos, previniendo de pecar otras veces. El sacerdote representa a Dios y es al Creador que confesamos y de quien recibimos el perdón. Pero la presencia física y material del ministro del Sacramento es indispensable para que alcancemos la misericordia divina.
Esta es una razón más por la cual la confesión debe ser frecuente: Para que nosotros tengamos siempre presente en la hora de la tentación, que vamos a tener que confesar el pecado, y nos recordemos que lo cometemos delante del propio Dios que nos ha creado.

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