San Roberto Bellarmino


 IGNACIO IPARRAGUIRRE, SI


San Roberto Bellarmino (†1621), gran Doctor de la Iglesia, se consagró a Dios con sus primeros votos, poco antes de la clausura del Concilio de Trento. Las conversaciones de los primeros años de vida religiosa de nuestro santo tuvieron muchas veces que girar en torno al magno concilio que había logrado estructurar los problemas básicos de teología en forma orgánica y dictaminar sabias medidas de auténtica e verdadera reforma de la Iglesia. No  aquella supuesta y divisora pseudo-reforma propugnada por los primeros revoltosos guiados por el orgulloso Lutero.
Lo que ahora urgía era llevar a la práctica los decretos del Concilio. Esta fue la misión de Bellarmino. Toda su vida girará en torno a la órbita de Trento.
Ya su vocación a la Compañía de Jesús había nacido bajo el signo de la renovación espiritual. Sobrino del papa Marcelo II, cuando más en auge a grandeza do reinado pontificio, amante de la literatura, música, arte, se sintió atraído hacia las bellezas del mundo clásico. Virgilio constituía sus delicias desde los primeros años.
Por su familia, talento y aficiones estaba destinado al fausto y brillo de la corte pontificia. Parecía llamado para brillar en el firmamento del Renacimiento italiano. Pero su santa madre, Cintia Cervini, velaba por él. Le hizo ver lo peligroso de aquella dorada escala. El mismo joven, con su característica ingenuidad, nos descubre sus reacciones íntimas.
«Estando durante mucho tiempo pensando en la dignidad a que podía aspirar, me sobrevino de modo insistente el pensamiento de la brevedad de las cosas temporales. Impresionado con estos sentimientos, llegué a concebir horror de tal vida y determiné buscar una orden religiosa en que no hubiera peligro de tales dignidades».
Misterios de Dios. La decisión firme de huir del episcopado y del cardenalato fue el móvil de la vocación religiosa del único santo jesuita obispo y cardenal.
Dios a este hombre sediento de humillaciones le deparó triunfos insólitos, como muy pocos hombres los han experimentado. Fue el ídolo de amplios sectores, recibió el aplauso frenético de la muchedumbre, que salía de sí por oír su palabra y devoraba sus libros con avidez.
Ya en Florencia, en Mondovi y sobre todo en Lovaina, antes todavía de ser sacerdote, se reveló como orador excepcional. Llegó a escribir el superior de Roma que «nunca hombre alguno había hablado como el joven Bellarmino». Desde 1569 se convierte en el predicador nato de los universitarios. Profesores y estudiantes se apretujan en torno al púlpito del santo. La iglesia entera estaba llena de gente. Su predicación retórica y recargada de metáforas al principio, conforme al gusto de la época, se transforma, gracias a un incidente fortuito —el extraordinario fruto que reportó de un sermón improvisado por fuerza—, en sencilla y eminentemente evangélica. Aun de naciones vecinas, e incluso de Inglaterra, venían herejes a oírle. Cada vez conseguía un fruto mayor. Conversiones, jóvenes que se retiraban a ejercicios o decidían abrazar la vida de perfección.
Las universidades principales de Europa, incluyendo la de París, se disputaban por contarle entre sus profesores. Pero los superiores juzgaron más conveniente que irradiase su saber desde el corazón de la cristiandad. Allá le esperaba su gran obra. Fundó la cátedra de controversias para pulsar el momento teológico y dar la verdadera doctrina sobre los errores que pululaban entonces por los centros universitarios.
El éxito provino principalmente del método que adoptó. Pasaba revista a los errores de los contemporáneos. Pero no se limitaba a refutarlos. Los herejes quedaban más bien, como en la Suma de Santo Tomás, de marco de encuadre, servían únicamente para delimitar el planteamiento vital del problema. El iba derecho a la doctrina verdadera, exponía orgánicamente —siguiendo la estela del concilio de Trento— la verdad positiva, íntegra, total.
Bellarmino no tenía carácter de polemista. Alma sencilla, casi ingenua, carácter compasivo, estaba hecho para la comprensión. El amor íntimo y apasionado a la Iglesia —supremo ideal de su vida— fue el gran motivo que le llevó a estudiar los errores de los heresiarcas.
Sus discípulos, que corrían a sus clases, como antes en Lovaina habían afluido a los sermones, le pedían insistentemente que diese a la imprenta su exposición. Llegó a editar hasta veinte veces en treinta años el libro de las Controversias. Penetró en todas las universidades europeas y llegó a los más apartados centros de enseñanza. San Francisco de Sales, en su gran campaña contra los calvinistas, subía al púlpito armado de la Biblia y de Bellarmino, como se llamaba en todas partes al gran libro.
Se dice que uno de los corifeos luteranos exclamó: «Este libro nos ha perdido».
No se limitó el santo a instruir a los doctos. Su amor a la Iglesia le llevó a atender también al pueblo sencillo, tan ignorante en el campo religioso. Para ellos compuso la Doctrina cristiana breve, dirigida directamente a los niños, y acompañada de otra Declaración más copiosa para los maestros. Este pequeño libro alcanzó uno de los éxitos más sorprendentes, comparable al que han alcanzado los libros más leídos de la humanidad. Hasta casi nuestros días se ha ido editando sin cesar. Baste decir que se ha traducido a más de cincuenta lenguas y que las ediciones llegan a lo largo de tres siglos y medio a edición por año.
Las facetas de orador, profesor y escritor no agotaron la actividad de Bellarmino. El general de la Compañía de Jesús, Claudio Aquaviva, quiso que los jóvenes jesuitas se beneficiaran de su consejo e influjo. Le designó para la dirección espiritual de los que estudiaban en el Colegio Romano y después para rector del mismo centro. Tuvo Bellarmino la dicha de contar entre sus hijos espirituales a San Luis Gonzaga.
Iba creciendo de tal modo la estima del Papa para con el docto y santo jesuita, que el padre general comenzó a temer que le nombrase cardenal. Para conjurar este peligro decidió sacarle de Roma y designarle provincial de Nápoles. No le valieron al padre Aquaviva estas medidas. Clemente VIII le creó cardenal. «Le elegimos —dijo— porque no hay en la Iglesia de Dios otro que se le equipare en ciencia y sabiduría». Bellarmino se negó al principio a aceptar la alta dignidad. Alegó la incompatibilidad de su voto. El Papa lo anuló con su suprema autoridad y le mandó aceptar el cardenalato «en virtud de santa obediencia y bajo pena de pecado mortal». Por obediencia cambió su hábito, pero no el tenor de su vida. Con el mismo desinterés y abnegación de antes se dedicó al trabajo de las comisiones cardenalicias. 
Intervino en las cuestiones más espinosas, como las de Galileo y la reforma del calendario. Trabajó febrilmente en la edición definitiva de la Vulgata. Asesoró al Papa en toda clase de negocios con plena franqueza. Llevado, sin duda, de su alma sencilla y recta, que no entendía de astucia diplomática y de dilaciones, expuso algunos pareceres con demasiada sinceridad.
Parece que por ello cayó en desgracia del Papa, quien decidió alejarle de Roma y nombrarle arzobispo de Capua.
El nuevo pastor se dio a sus diocesanos con celo sin igual. Allá pudo simultáneamente predicar, enseñar, escribir, organizar, explicar la doctrina cristiana. Abrazó toda clase de actividades. Realizó una reforma comparable, en pequeño, a la de San Carlos Borromeo.
Entró en tres conclaves. Llegó a tener en unos hasta 14 votos para Papa. Tal vez le habrían elegido si no hubiera sido jesuíta. En esos momentos en que se hablaba de su ascensión al trono, su jaculatoria favorita y su oración ininterrumpida era: «Señor, elige al más apto y líbrame del papado».
Dios no le había hecho para el pontificado. Tenía el santo que realizar su última misión. Dar al mundo entero ejemplo de humildad y pobreza. Al recién elegido Gregorio XV le pidió como grande gracia el poderse retirar, al menos largas temporadas, al noviciado de los jesuitas. Tenía ya cerca de setenta y ocho años. Allá simultaneaba las actividades de cardenal con la vida de un novicio.
Desgastado en su lucha por la defensa de la Iglesia, sus fuerzas iban fallando. Con todo, le quedó todavía un arma: la pluma. La piedad que rebosaba de su alma fue impregnando sus últimos opúsculos espirituales, llenos de suave unción.
Así se consumó la vida de este gran héroe. Había amado a la Iglesia con amor de enamorado. Dios le llamó a sí el 17 de septiembre de 1621. El Sacro Colegio quiso dejar constancia de los méritos del difunto cardenal. Escribieron en las Actas, entre otros elogios: «Varón esclarecido, teólogo eminentísimo, defensor acérrimo de la fe católica, martillo de los herejes. Varón piadoso, discreto, humilde, extraordinariamente limosnero».
Pío XI le beatificó el 13 de mayo de 1923, le canonizó el 29 de junio de 1930 y le declaró doctor de la Iglesia el 17 de septiembre de 1931.
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