La Sociedad en al Paraiso


por Mons. Juan S. Clá Dias

     Una sociedad que se hubiera desarrollado en el Paraíso Terrenal a partir de una Humanidad en estado de justicia original, se habría regido a partir de la gracia divina y habría sido favorecida con dones preternaturales y sobrenaturales concedidos por Dios. La armonía en su plenitud y el entendimiento más completo entre los hombres reinarían en ella sin envidias ni rivalidades. Cada cual admiraría la virtud del otro, alegrándose por ello y deseando para todos la mayor santidad posible.
     Pero el hombre pecó y fue expulsado del Paraíso. La Humanidad, despojada de los dones que gozaban nuestros primeros padres, quedó sujeta a la enfermedad, a la muerte, al desequilibrio psíquico y tantas otras calamidades.
     Peor aún, el alma perdió el don de la integridad, por el que dominaba la concupiscencia y mantenía las pasiones en perfecto orden. 1 Malogrado este don, las pasiones entraron en ebullición, obligando al ser humano a una incesante lucha interior para gobernarlas. La inocencia entró en estado de beligerancia para preservarse del pecado.

La causa más profunda de las divergencias

     Este desorden trajo como consecuencia la envidia y las rivalidades, que a su vez son la causa principal de las divergencias y las discordias, ya que como afirma el Apóstol Santiago en la segunda lectura del 25º domingo de Tiempo Ordinario: “Donde hay envidias y rencillas, allí hay desorden y toda clase de maldad” (St 3, 16).
     En efecto, la envidia es uno de los vicios más perniciosos. Quien le da entrada, no conoce la felicidad. El envidioso está siempre comparándose con los demás, y cuando se depara con alguien que lo supera en algo, se pregunta de inmediato: “¿Por qué él es más que yo? ¿Por qué no tengo lo que él tiene?”. Esta actitud vuelve ácida y amargada su vida, causando toda clase de sinsabores y a veces incluso malestar físico.
     De este “por qué” —que a fin de cuentas proviene del orgullo— emanan todos los males. El Apóstol Santiago lo señala claramente: “¿De dónde proceden las guerras y de dónde las discordias entre vosotros? ¿Acaso no es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?” (St 4, 1).
     ¡Cuánto se empeña el hombre de hoy en obtener más dinero, más poder o más prestigio, recurriendo muchas veces a medios ilícitos o hasta criminales! ¡En cuántas miserias morales cae con tal de alcanzar ese objetivo!
     Aun así, incluso cuando ha acumulado una inmensa fortuna o se ha elevado hasta la cima del poder, nunca se sentirá satisfecho. Siempre querrá más porque el alma humana es insaciable por naturaleza, creada como está para lo infinito, lo absoluto, lo eterno. 2 De aquí la conclusión de Santiago: “Codiciáis, y no tenéis; matáis, ardéis en envidia, y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra, y no tenéis porque no pedís” (St 4, 2).
El hombre ávido de lucro realiza un esfuerzo enorme para conseguir algo que en vez de darle felicidad, le quita la paz del alma.

La santidad recupera el equilibrio perdido
    
     Para vencer las pasiones desordenadas y recuperar el equilibrio de alma que perdimos por el pecado, existe un único camino: el de la santidad.
     La constante batalla por someter las pasiones personales a la Ley Divina irá restaurando en el hombre la primitiva inocencia, y con ello sus reacciones de alma se asemejarán cada vez más a las que habría tenido en el Paraíso. Lo que ahí le hubiese sido fácil, ahora, en esta tierra de exilio, le cuesta gran esfuerzo, dura lucha interior y mucho ascetismo, acompañados por el indispensable socorro de la gracia. Sin ésta nadie es capaz de dominar la tremenda efervescencia de sus propias pasiones.
     Por tanto, el Reino de Dios prosperará en esta tierra en la medida en que existan almas santas entre los hombres, faros de virtud y de inocencia que iluminen el camino de la humanidad. Será el Reino de la inocencia, a imagen del Inocente por excelencia, Cristo Nuestro Señor. Así tendremos la realización más cercana posible a la civilización paradisíaca.

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