Necesidad de la corrección


por Mons. Juan S. Clá Dias


La primera responsabilidad —reconocer el error— corresponde a quien lo comete, pero el celo, la prudencia y el amor a Dios incumben a quien tiene la obligación de advertir. “El que ahorra la vara odia a su hijo, el que lo ama se esmera por corregirlo” (Prov 13,24). Por tanto, es falsa ternura dejar de aplicar una corrección necesaria, pensando que esa omisión evitará una amargura a quien la necesita. El que se omite de esta manera, no sólo es connivente con la falta practicada: también demuestra su malquerer hacia quien necesita el apoyo de una aclaración. Este sentimentalismo, desequilibrio y equivocada indulgencia confirman en sus vicios a los que yerran.
Es importantísimo que padres, educadores, etc., cumplan su deber en esta materia, porque así lo enseña el libro de los Proverbios: “La necedad se esconde en el corazón del niño, la vara de la corrección la hace salir de él” (22,15). Por cierto, es una gran señal de amor a los inferiores avisarles de sus faltas; cuando un padre actúa con su hijo de esta manera, le procura el bien y la virtud.
A su vez, quien recibe el aviso o el reproche debe ser recíproco en el mismo amor. “Hijo mío, no desdeñes la corrección de tu Dios; no te enoje que te corrija, porque el Señor corrige al que ama, y aflige al que más quiere” (Prov 3, 11-12).
Si el superior deja de hacer advertencias a quienes le fueron confiados, es una clara señal de no sentirse amado como un padre, o de no amar al inferior como a un hijo, en cuyo caso no es raro que incluso murmure de él. Cuando San Pablo escribe a los hebreos, no vacila en afirmar: “Soporten la corrección; porque Dios los trata como a hijos, y ¿hay algún hijo que no sea corregido por su padre? Si Dios no los corrigiera, como lo hace con todos, ustedes serían bastardos y no hijos” (Heb 12,7-8). El remordimiento, el dolor por nuestras faltas, el peso de conciencia constituyen, de hecho, un inestimable don de Dios.

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