La elección de la Virgen


por Alexandre de Hollanda Cavalcanti
Hasta el momento de la Anunciación, María probablemente desconocía su elección. Según una piadosa creencia, conociendo a través de las Escrituras que las profecías se conjugaban para esperarse la llegada del Mesías, la Virgen pidió a Dios la gracia de ser la sierva de la Madre del Señor. La expectación del Mesías, que vivía todo el pueblo de Israel, en María se hace personal. Cuando el mensajero divino, con toda la conmoción de aquel hecho inaudito, le anunció su elección para ser la Madre de Dios, del interior de María, como respuesta a su inexplicable presentimiento, brotó la respuesta: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». (Lc 1, 38)1
Con el pecado original, el hombre estaba condenado a la eterna ausencia en relación a Dios y todo el género humano llevaba en su sangre y en su espíritu este hecho y sus consecuencias2, por las cuales, en la hermenéutica paulina, surge la expresión «hijos de la ira». Era necesaria una redención para quebrar las cadenas que nos ataban al pecado. Desde Eva hasta el nacimiento de María, esta condena - aún profetizada por los oráculos, desde el «protoevangelio» hasta el último profeta de la Antigua Alianza -, parecía mantenerse sobre la humanidad como una invencible fuerza centrífuga. La historia de la humanidad parecía estar destinada al fracaso y a la perdición. Pero es exactamente en esa perícopa de la historia que Dios suscita su elegida. El Espíritu Santo personaliza a María al introducirla en la historia de su pueblo, que es compendio y signo de la historia universal. No separa a María de los otros hombres, sino que la introduce en el camino y meta de la historia. Por eso, al final del Antiguo Testamento, al pronunciar el «fiat» humano necesario3 para el cumplimiento escatológico, María ha respondido a Dios en nombre de toda la humanidad. Ella recibe el Espíritu a manera de culmen de la historia: como Hija de Sión donde confluyen las antiguas esperanzas. Por eso la llamamos transparencia del Espíritu: expresión de su presencia y signo de su fuerza entre los hombres y decimos: la misma historia es sacramento del Espíritu y no sólo la persona aislada de María.


1 cf. GUARDINI, R., La Madre del Señor. Una carta y en ella un esbozo, Ediciones Guadarrama, 1965, p.40-43.
2 cf. OROZCO, Antonio, Madre de Dios y madre Nuestra, Iniciación a la Mariología, Ediciones RIALP, Madrid, España, segunda edición, 1996, p. 67
3 Necesario, como veremos más a frente, de una necesidad hipotética, pues, como dice San Luis María Grignion de Montfort, el Señor no tenía absoluta necesidad de María en la obra de la redención, pero que Él quiso libremente hacer necesaria su participación.

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