Sin miedo de ser Católico

Por Mons. João Clá Dias

Jesús envía a sus discípulos en misión y profetiza las persecuciones que sufrirán por su causa, como relatan los versículos anteriores. Por eso les recomienda confiar en sus consejos, como por ejemplo, ser perseverantes e intrépidos en la predicación del Evangelio, porque serán amparados y protegidos por el Padre que está en los Cielos, sobre todo en lo que atañe a la salvación eterna. Esa será la constante de los pasajes restantes.
«Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los tejados».
Para comprender mejor el versículo debemos remontarnos a las costumbres de la época.
El sábado, día reservado al Señor, todos se reunían en la sinagoga para escuchar su palabra. Al contrario de lo imaginable, el lector leía en voz baja y no se dirigía a los asistentes; le hablaba a un intermediario cercano a él, que a su vez proclamaba en voz alta lo que escuchaba.
Otra costumbre tenía lugar los viernes por la tarde. El ministro de la sinagoga subía a lo más alto del techo de una casa de la ciudad y tocaba fuertemente una trompeta, avisando a todos los trabajadores que era hora de regresar a sus hogares, pues se aproximaba el reposo sabatino.
El Divino Maestro usó esas figuras de la vida corriente para ilustrar la disposición de alma que debían tener los discípulos al ejercer el ministerio de heraldo del Evangelio. Y habiéndolas mencionado, Jesús vuelve a incentivarlos a la confianza.
«No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehenna».
Los judíos ortodoxos, contrariamente a los saduceos, creían en la inmortalidad del alma, y por eso comenta san Juan Crisóstomo: “Notemos que (Jesús) no promete librarlos de la muerte, sino les aconseja despreciarla, lo que es mucho más, y les insinúa el dogma de la inmortalidad” (4). Enseguida les presenta dos significativas metáforas, relacionadas con la Providencia divina.
«¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre».


El “as” era la menor moneda usada por los romanos. Acuñada en bronce, valía la décima parte de un denario; por lo tanto, además de no ser judía, tenía un valor real insignificante. Dos pajaritos valían tan poco que se los vendía en ese precio irrisorio, y sin embargo necesitaban el consentimiento del Padre para caer muertos.
«En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos».
El objetivo de Jesús con ambas comparaciones es resaltar el gran cariño y cuidado de la Providencia divina con sus criaturas. Si pajarillos y cabellos son tratados por Dios con ese cuidado, ¡cuánto más se ocupará en proteger a sus discípulos que son enviados a predicar el Reino! No hay razón para temer las injusticias y persecuciones que sobrevengan, como exclama Jeremías en la primera lectura de hoy: “Pero el Señor está conmigo como campeón poderoso. Mis perseguidores tropezarán impotentes; serán enteramente confundidos, porque no prosperaron, con perpetua ignominia, que nunca se olvidará” (Jr 20,11).
A esa altura, la liturgia de hoy concluye trayendo a colación los dos versículos siguientes, a fin de recalcar la importancia y el valor absoluto del Tribunal del Padre con relación a los hombres.
«A todo aquel que me confiese ante los hombres, yo también le confesaré ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos».
Harto conclusivas son estas dos promesas de Nuestro Señor de cara a la gloria futura o al castigo. Realmente vale la pena sufrir como san Pablo: “En peligro de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo del mar” (2 Cor 11, 24-25). El apóstol describe muchos otros riesgos y tragedias en esa epístola; y más adelante relata que él “fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que no es dado al hombre pronunciar” (2 Cor, 12,4).
III – CONCLUSIÓN
En ese panorama futuro y eterno debe fijarse nuestra mirada, y no en las delicias fatuas y pasajeras de esta vida, aun cuando sean legítimas. Del pecado ni hablar, porque tendrá como consecuencia inmediata la frustración, y el fuego del infierno después de la muerte.
Los dolores, las angustias y tragedias que atravesamos en nuestra existencia terrenal no son nada comparadas al premio de los justos, como garantiza san Pablo: “Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18).
Nos queda recordar el indispensable papel de María en nuestra salvación. Pues, así como Jesús vino a nosotros por María, también por medio de ella obtendremos las gracias necesarias para ser otros Cristos y alcanzar la vida eterna. 

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