La finalidad del hombre


Por Mons. João S. Clá Dias

      La última finalidad del ser humano está en el Cielo. El dinero y las riquezas pueden ser simples medios —efímeros, inestables y dispensables— para alcanzar ese supremo fin. Así, es legítimo acumular bienes y disfrutarlos, siempre y cuando hayan sido adquiridos de forma lícita y su uso esté subordinado a la gloria de Dios.
      En esta línea se inscribe el comentario de San Clemente de Alejandría para este pasaje del Evangelio: “La parábola enseña a los ricos que no deben descuidar su salvación eterna, como si de antemano la dejaran fuera de sus esperanzas, y no que sea preciso arrojar la riqueza al mar o condenarla como insidiosa y enemiga de la vida eterna. Lo que importa es saber cuál es la manera de usarla para poseer la vida eterna”. 
      En efecto, ¿cuántos reyes, príncipes o simples personas acaudaladas, que administraron con entero desprendimiento sus haberes, hoy brillan en el Cielo? Ahí está el catálogo de los santos para atestiguarlo.
      De otra parte, ¡cuántos pobres se rehúsan a practicar la virtud! Éstos harían bien en escuchar el requerimiento de San Cesario de Arles: “Ricos y pobres, escuchad lo que dice Cristo. Hablo al pueblo de Dios. En vuestra mayoría sois pobres o debéis aprender a serlo. No obstante, escuchad, pues podemos vanagloriarnos incluso de ser pobres. Cuidaos de la soberbia, no sea que los ricos humildes os superen; guardaos contra la impiedad, no suceda que los ricos piadosos os dejen atrás”.
      Por ende, el problema no está en la cantidad de bienes materiales que alguien pueda poseer sino en el uso que les da. Para poder entrar al Reino de los Cielos es preciso no sentir el menor apego hacia ellos. La pobreza de espíritu consiste en convencernos de ser criaturas contingentes, que dependen de Dios. Se puede luchar para obtener recursos, pero con miras a extender el Reino de Dios y hacer que Él reine verdaderamente en todos los corazones.

Por nuestro simple esfuerzo jamás conquistaremos el Cielo

Ellos se asombraban aún más y se decían unos a otros: “Y ¿quién se podrá salvar?” Jesús, mirándolos fijamente, dijo: “Para los hombres es imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios”.

      No extraña el asombro de los discípulos ante la fuerte comparación usada por Nuestro Señor. Pero esa misma perplejidad los ayuda a evaluar mejor la propia contingencia y a grabar en el alma la doble enseñanza del Divino Maestro: el hombre no podrá conquistar nunca el Cielo por su mero esfuerzo; pero lo que no puede hacer el hombre, sí puede hacerlo Dios.

      Para cruzarlas sólo es necesario que seamos humildes y reconozcamos nuestras miserias, pidiendo el auxilio divino sin desalentarnos.
      Dios es omnipotente, nos ama desde toda la eternidad y está deseoso de abrirnos las puertas del Cielo. La salvación, como la propia vida, es una dádiva de Dios. Su gracia es la que nos otorga fuerzas con que practicar los mandamientos y nos hace dignos de entrar en su Reino. 
     Así pues, no imitemos al joven rico, sino que confiemos humildemente en la bondad del Señor, como enseña San Pablo en la lectura de este mismo domingo: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, a fin de conseguir misericordia y hallar gracia para el auxilio oportuno” (Heb 4, 16).

      Sobre ambos versículos conviene resaltar también, junto a Maldonado, que la pregunta “¿quién se podrá salvar?” los Apóstoles se la hicieron a sí mismos. Sólo ellos podían oírla. Cristo, sin embargo, los miró y les dio la respuesta, demostrando que “leía sus pensamientos y escuchaba sus conversaciones por más reservadas que fuesen”.

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