El ciego y el mudo



ERANSE UNA VEZ un ciego y un mudo. Vivían en el mismo pueblo. No se parecían en nada. El ciego ¿era totalmente ciego? Algunos pensaban que veía lo bastante como para moverse cuando lo necesitaba y que andaba a tientas con su bastón para engañar. Un ojo lo tenía abierto, el otro cerrado. El ojo abierto estaba muerto, de todas todas. Blanco, con una blancura espesa y sucia, pequeño, hundido en una carne sucia, un poco rosada. El ojo cerrado, el ciego decía que no podía abrirlo. El párpado estaba sellado y tan aplanado como si ni siquiera hubiese tenido ojo debajo. Pero quién lo sabe. El ciego era capaz de hacer creer lo que quisiera a cualquiera.
Porque si ese hombre no tenía el uso de sus ojos, sí sabía servirse de la lengua. Vivía de ella. Contaba historias, cantaba canciones, conocía todos los escándalos del pueblo y no se los guardaba para sí. Le hacían desplazarse, le hacían hablar, le hacían beber. Bebía y comía tan a gusto como hablaba. Era el hombre de la palabra. Le importaba poco que las palabras que salían de su boca no fuesen más que maledicencia, basura y pecado, que fuesen impuras. Le bastaba saber que nada de lo que entra en el cuerpo del hombre es impuro. Como dijo Nuestro Señor mismo, y esto no lo había olvidado, encogido en su banco en un rincón de la taberna. Por muy ciego que fuese, sabía encontrar el camino de su boca, llevar el vaso a sus labios, agarrar el muslo del capón. Y luego volvía a sus cuentos, se burlaba de uno que no estaba allí, halagaba a otro cuya bolsa estaba llena, se quejaba de su enfermedad y sacaba así algunas monedas para beber.
¿Y el mudo? El mudo no era mudo del todo. No era como los sordomudos que no han oído nunca la voz humana. Su lengua estaba mutilada. Quizá había nacido así. Quizá tenía la lengua cortada por accidente o por mala intención. Prestando atención a los sonidos que emitía, se habría podido reconocer palabras inarticuladas, reducidas a sus vocales. Incluso entenderle un poco. Pero nadie se tomaba la molestia. A algunos les daba risa. A otros, pena. Nadie lo escuchaba. Pero él no paraba de escuchar. Escuchaba a Dios con fervor y escuchaba a los hombres por amor a Dios. Viviendo en sí mismo, en la soledad en la que su enfermedad le había colocado, recogiéndolo todo sin poder repetir nada, escuchaba en silencio, observaba en silencio, compadecía en silencio, rezaba en silencio.
Rezaba con el corazón, al no poder hacerlo con la boca. Es hermoso poder pronunciar las palabras que dirigimos a Dios, invocarle en voz alta, oír nuestra propia voz llamándole Padre, como nos lo ha permitido, cantar sus alabanzas, hacer resonar las oraciones que la Iglesia nos enseña. El mudo estaba privado de todo esto. Pero ¡con cuánta frecuencia también la boca queda lejos del corazón!, ¡es tan fácil dejarse arrullar, embriagar, distraer incluso, por las palabras de las oraciones que nos afloran a los labios!, ¡es tan fácil contentarse con las palabras!
La tentación de creer que Dios se contentará con esa moneda. Al mudo, esa tentación no le afectaba. ¿Se veía libre de ella?, ¿no amenaza incluso a la oración silenciosa?, ¿no hay quienes se contentan con decir en silencio «¡Señor, Señor!» y Cristo cuando vuelva les dirá que no les conoce? Confesar a Dios con el corazón, y no con la boca, es una imagen. Pero el mudo encarnaba realmente esa imagen.
En aquellos tiempos, la Virgen en Chartres obraba numerosos milagros. Le habían construido una gran iglesia, la estaban construyendo, porque la construcción de Notre Dame nunca se ha terminado. La iglesia estaba iluminada por amplias vidrieras y grandes rosetones. Coloreaban de rojo, de azul, de púrpura, la luz que las atravesaba sin romperlas, por la propiedad del cristal, por ese milagro de la naturaleza, imagen del que permitió a la Virgen concebir al Salvador sin romper su virginidad. En una de las vidrieras, la Virgen con el niño ocupaba todo el espacio, por una audacia del maestro vidriero que parecía haberse liberado de las leyes de su arte y haber olvidado los necesarios engarces del vidrio en múltiples fragmentos encajados en el plomo. De muy lejos, los peregrinos venían a pedir a la Virgen de la hermosa vidriera que intercediera por ellos ante su Hijo.
El ciego, que lo sabía todo de todos, sabía que el mudo ardía en amor a Dios. Le propuso ir a Chartres juntos. Decía que la fe y la esperanza llenaban su corazón. Pero que no veía nada. Solo, nunca encontraría el camino. Hacía falta que el mudo lo acompañara y lo guiara. Juntos rezarían a la Virgen. Quizá tendría piedad de ellos y los curaría a los dos de su enfermedad.
Vayamos los dos a Chartres, concluyó, yo para «'er», tú para «'blar».
En su malicia, imitaba así los borborigmos inarticulados del mudo. Pero su malicia era mucho mayor de lo que parecía. Porque el mudo comprendió, como vosotros, que quería ir a Chartres para ver (voir). En realidad, quería ir para beber (boire), y supo decirlo sin decirlo. Chartres era una gran ciudad en la que numerosas tabernas servían vinos variados. Una ciudad en la que la afluencia de peregrinos era para el ciego, semi-mendigo, semi-juglar, la promesa de una gran recaudación.
El mudo, en su sencillez de corazón, se alegró de la repentina devoción del ciego. También él tenía grandes deseos de ir a rezar a la Virgen en su iglesia. Con un gesto, dio su conformidad. Y ya los tenemos de camino.
Cuando llegaron a Chartres, el ciego dijo que estaba cansado y sediento de tanto caminar. Pidió al compañero que le llevase a una taberna. Allí le dejó el mudo, sentado ante un cántaro de vino del Loira, y corrió a la catedral. Fue a arrodillarse al pie de la hermosa vidriera, entre los otros peregrinos, y de su corazón su oración silenciosa subió hacia la Virgen. No se olvidó de sí mismo y supo pedir su curación. Pidió por la de su compañero, que había considerado más urgente ir a beber.
Rezó por todos los sufrimientos, por todas las miserias, por todas las desvergüenzas que su mirada atenta había visto a su alrededor, en su pueblo, y cuyo eco había captado su oído, porque ante un mudo se habla despreocupadamente.
De repente, sintió una especie de náusea. Algo subía de su garganta, que le llenaba la boca. Tuvo miedo de vomitar en la iglesia y manchar el lugar santo. Salió corriendo. Pero no era cuestión de vomitar. Lo que sentía en su boca, aquel cuerpo extraño que le molestaba, era una lengua totalmente nueva. Una lengua que supo utilizar inmediatamente para anunciar a todos el milagro con que acababa de verse favorecido y para dar gracias a Dios y a su madre.
En un instante, la muchedumbre se arremolinó a su alrededor, alabando a la Virgen con grandes gritos, y la noticia corrió por la ciudad. Llegó hasta el tuerto que mientras tanto había cambiado de establecimiento y se había pasado al vino de Auxerre. Sin saber cómo, supo encontrar él solo la explanada de la catedral y se abrió paso hasta su compañero. El mudo que ya no lo era entró con él en la catedral y lo condujo ante la hermosa vidriera. El ciego rezó como él sabía hacerlo, igual que pedía la limosna de una moneda o de un vaso de vino, con hermosas palabras. Pedir, era lo suyo. Alabó ampliamente el poder y la misericordia de la Virgen, de los que acababa de dar una prueba tan evidente. Encontró las palabras más emotivas para pintarle su miseria. Ella lo conseguía todo de su divino Hijo. Un pequeño milagro más le costaría poco. E imaginaos, ¡dos milagros en el mismo día!, ¡cómo crecería la devoción hacia ella! Pero cuando salió no veía ni más ni menos que antes. Y regresaron los dos a su pueblo. 
En el camino, el ciego maldecía su mala suerte y envidiaba al favorecido por el milagro. El cual terminó por decirle: —Sin ti, yo nunca habría venido a Chartres y no me habría curado. Un mudo guiando a un ciego, mueve a compasión y aumenta las limosnas. Si quieres, podemos de vez en cuando pedir los dos juntos. ¡Cómo! Apenas curado, ¡aquel mudo usaba su lengua para la mentira!, ¡proponía a su compañero abusar de la credulidad de los transeúntes y de su caridad! ¿No es como para indignarse? Así fue como apaciguó el corazón rebelde del ciego y, a base de permanecer en su compañía, supo llevarle a Dios.

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