San José de Cupertino


La vida en nuestros días es muchas veces difícil, sobre todo para aquellos que, por sus pocos medios de sustentación, o por sus dificultades personales, no consiguen alcanzar alto nivel de estudios que le permitan vencer la competencia de una sociedad globalizada y consumista, donde el hombre se mide por su capacidad financiera. Esta situación lleva muchas veces el hombre hodierno a olvidarse de lo más importante que es la vida de oración, el amor de Dios y la caridad para con el prójimo. El egoísmo es, en la mayoría de los casos, la vela desplegada que impulsa los anhelos de la vida. 



Muchas veces nos vemos, entretanto, delante de la constatación del vacío del egoísmo, de las cosas materiales y buscamos un sentido más sólido y verdadero para nuestras vidas. Este sentido sólo vamos encontrar cuando lo buscamos donde él de hecho se encuentra: en Dios, nuestro Creador.

No son las cosas materiales o los propios dones de inteligencia y talento que nos pueden traer la verdadera felicidad, sino el amor y la dedicación al servicio de Dios. Un gran ejemplo de esta verdad la encontramos en la vida de los santos: muchas veces despreciados por los hombres, pero agraciados por Dios con dones de amor y dedicación. Los estudiosos destacan como uno de los santos «más simpáticos» de la hagiografía católica, un hombre desprovisto de talentos materiales, con una inteligencia abajo de cualquiera de los niveles hoy aceptables en las pruebas de Q.I., pero con un amor y una devoción que rasgan los tiempos y sobrepasan a muchos en las páginas de la historia: San José de Cupertino, el patrón de los estudiantes, de los aviadores y de los paracaidistas.
En la pequeña Cupertino, ciudad perteneciente a la Diócesis de Nardo, en el antiguo reino de Nápoles, Italia, había un humilde carpintero que buscaba, con su trabajo, sustentar su familia y ayudar a los amigos en dificultades. Pero, estos amigos no fueron fieles a su generosidad y no honraron sus compromisos, dejando al pobre Felix Maria Desa, lleno de deudas y buscado por la justicia, pues no tenía como pagarlas.
Su esposa, la bondadosa señora Francisca Panara de Desa, aguardaba su sexto hijo, cuando las preocupaciones y la enfermedad contribuyeron con el llamado del carpintero a la eternidad, lo que le impidió contemplar el nacimiento del último de sus hijos. Los acreedores no tuvieron piedad de la infeliz viuda y la expulsaron de la casa, una vez que no tenía como pagar el alquiler. Con sus hijos, la señora Francisca no tenía donde quedarse, encontrando tan sólo un establo, donde dio a la luz su último hijo, quien, a la semejanza del Redentor de la humanidad, fue reclinado sobre las pajas donde comían los burros y las vacas. En la pequeña y pintoresca Matriz de Cupertino, el niño fue bautizado con el nombre de José, en honor al esposo de María. Al escuchar los nombres de Jesús y María, el niño se alegraba en los brazos de su mamá. En la misma Iglesia José fue más tarde confirmado, aprendiendo de su mamá todas las verdades de la religión católica, recibiendo ahí también la Primera Comunión.
En su casa, hizo un pequeño altar, donde rezaba el Santo Rosario, contemplando los misterios de la vida del Salvador. Pero, su vida santa no sería un camino de rosas sin espinas... Ya a los siete años un tumor maligno lo dejó prácticamente desahuciado. La devoción a la Virgen Santísima, a quién pedía ardorosamente el auxilio, alcanzó la cura del pequeño José, pero, con esto y también por las dificultades financieras, retardó sus estudios, agravando las dificultades naturales de su escasa capacidad natural. Aún así, ha conseguido entrar en el colegio, donde muchas veces, durante las clases, entraba en tal contemplación de los misterios divinos que hacía su alma entrar en éxtasis. Sus compañeros, viéndolo a mirar al infinito, no comprendiendo la razón de sus éxtasis, le acuñaron el sobrenombre de «boccaperta» (boca abierta).
En su adolescencia intentó aprender el oficio de zapatero, pero no tenía la concentración suficiente para la profesión y fue despedido. Continuaba su vida de oración y penitencias, algunas semanas ayunaba hasta tres días seguidos. Con 17 años, el llamado a la vocación religiosa se hizo más presente en su vida, procurando, entonces, el convento de los franciscanos de Grotella, próximo a Cupertino, donde había una hermosa imagen de la Virgen María, a quién José llamaba cariñosamente «Mamma Mia», pero cómo ahí vivían sus tíos que eran monjes muy cultos, decidió buscar el convento de los capuchinos de Cupertino, donde fue recibido como hermano laico para trabajar en la manutención del monasterio. Pero, con sus continuos éxtasis y su poca capacidad intelectual, fue mandado de vuelta para casa, siendo rechazado por el consejo conventual. Intentó abrigarse en la casa de un tío, pero este lo despidió poco después por considerarlo inútil. Su mamá buscó el apoyo de sus tíos de Grotella y José fue finalmente aceptado para cuidar de la mula del convento, trabajando en el establo. Aunque poco habil y sin concentración para el trabajo, pasaba muchas horas en oración y siempre bondadoso y humilde para con todos sus hermanos y superiores. El consejo de los frailes, viendo la bondad y la fe que habitaban su humilde corazón lo aceptaron en la orden tercera de los frailes menores conventuales, por votación unánime. 
El deseo de poder tornarse un instrumento de la misericordia divina para celebrar el misterio de la Eucaristía y reconciliar los pecadores con Dios a través del sacramento de la Penitencia, le hizo desear, con muchas ganas, el don del sacerdocio. Pero había que estudiar filosofía y teología... lo que para Fray José era una dificultad prácticamente intransponible. Los años de la filosofía fueron duros, pero la Providencia no lo desamparaba. Estudiaba día y noche con grandes dificultades y al final parecía que no había aprendido nada. En la hora de prestar sus exámenes no encontraba apoyo en las facultades de la inteligencia y no se acordaba de nada de lo que había estudiado. La única salida era rezar. Y lo hacía con gran devoción, pediendo el auxilio de la Virgen y de los santos, consiguiendo, poco a poco, sacar las notas necesarias para la aprobación. En uno de los exámenes finales, de los más importantes, el Fray José por más que estudiase no guardaba nada en la memoria. La única cosa que conseguía acordarse era de la frase tal bella dita por Santa Isabel a la Virgen María: «Bendito es el fruto de tu vientre». Sobre esto, tuviera tal admiración que se acordaba perfectamente de todos los comentarios. Entra el examinador, con mirada seria y cara de «pocos amigos». Mira fijo en José, que temblaba interiormente y le dice sin clemencia:
–– Voy a abrir el Evangelio, uno de los cuatro, en una página cualquiera y tú me vas a explicar la exégesis del texto que mis ojos vean primero.
La oración de José no paraba de subir a los cielos pidiendo el auxilio. De ahí podría depender toda su vocación al sacerdocio...
El examinador abre el Evangelio, mira al mismo, apuntando con el dedo para no perder la perícopa exacta que primero ha encontrado y pregunta a José:
–– ¿Cual la exégesis del texto evangélico: «Bendito el fruto de tu vientre?»
La respuesta brotó fácil, pues era el único texto que José sabía explicar.
Todos los años de la teología fueron también llenos de apuros y dificultades. Hasta que llegó el examen final, que en nuestros días sería el examen de Bachillerato, o sea, un examen de toda la teología, donde se pregunta cualquier tema de los cuatro años estudiados. No bastaba con una frase del Evangelio... El pobre José ya veía su deseo de ser sacerdote volar sin haber como asegurarlo. Rezaba con devoción, sin cesar, mientras los primeros candidatos eran examinados por el Obispo. José era el decimoprimero de la fila...
Uno, dos, tres, cuatro, cinco... todos fueron tan bién, que cuando salió el décimo, el Obispo llamó el formador y le declaró que estaban tan bien formados los alumnos que no hacía falta examinar los otros, ¡estaban todos aprobados!
San José de Cupertino fue ordenado sacerdote el marzo de 1628, encontrando siempre mucha dificultad en predicar y en enseñar, pero con su ejemplo y con la sabiduría del Espíritu Santo, tenía siempre respuestas sabias y claras, resolviendo las mas intrincadas cuestiones puestas a veces por teólogos de los más famosos de su tiempo, incluso tornándose consejero de padres, obispos, cardenales y jefes de estado, a pesar de ser considerado el «fraile más ignorante de toda la Orden Franciscana». Su virtud y amor a Dios y al prójimo eran ejemplares. Muchas veces era visto en éxtasis durante la oración, elevándose en levitación y caminando por la iglesia sin posar los píes en el piso. Su cuerpo exhalaba un olor fino y delicado, curando muchos enfermos y ayudando a muchas personas en sus dificultades espirituales. 


Durante sus éxtasis, nadie lo conseguía despertar, sino la voz de la obediencia. Los vuelos en sus éxtasis lo hicieron patrón de los aviadores y paracaidistas.

Pero, su fama ha despertado también la envidia e incomprensión de muchos, al punto de llegar al Santo Oficio la denuncia contra Fray José, diciendo: «Hay en las apulias un fray de 33 años que se hace pasar por el Mesías y arrastrar multitudes». Fue llamado a Nápoles, delante del tribunal de la Inquisición, donde escuchó todas las acusaciones sin procurar defenderse. Al final de las acusaciones, no dijo nada en contrario, sino que se puso a hablar de Dios y de sus maravillas. Mientras hablaba, entró en éxtasis delante de los jueces que no sabían ya que decidir y remitieron el caso al Vaticano. 


Fray José fue recibido por el Papa Urbano VIII y fue tal su alegría en poder besar los pies y las manos del Vicario de Cristo, que comenzó a elevarse en éxtasis delante del Papa.
Fue entonces transferido para Asís, donde se quedó por 14 años, pasando después para el convento de Ósimo, donde permaneció por 6 años, entregando su alma a Dios el día 18 de setiembre de 1663, com 60 años de edad. El Papa Benedicto XIV es históricamente conocido por su rigor en aceptar la autenticidad de los hechos milagrosos y después de serio y meticuloso examen de toda la vida del que se denominaba a si mismo «el Fray Burro», declaró que «todos los hechos no se pueden explicar sin una intervención muy especial de Dios». 
Así, lo beatificó en 1753. En 1767 el Papa Clemente XIII canonizó San José de Cupertino, cuyo cuerpo reposa hoy en el Santuario de Ósimo, Italia, como ejemplo de virtudes y amor de un hombre que, desprovisto de los auxilios materiales, confió su vida a Dios y nunca fue desamparado.
Recemos a San José de Cupertino en nuestras dificultades, pero también para alcanzar de él un beneficio de máxima importancia en nuestra vida: que nuestra confianza no esté puesta en las cosas materiales y caducas, sino en Dios, eterno, todopoderoso y compasivo, que nos ama a punto de hacerse hombre y morir en la Cruz para nuestra salvación.
Fuentes:
www. Cancaonova.com
TONIOLO, Carlos Eduardo, Revista Arautos do Evangelho, n. 57, Dezembro de 2006, pp. 32-34
franciscodeassis.no.sapo.pt
REISER, Marcio Antonio, O.F.S.
Portal Angels

Comentarios

Entradas populares