La Medalla Milagrosa
Alexandre de Hollanda Cavalcanti
Te invito a conocer un verdadero eslabón que nos une a la Santísima Virgen,
y que Ella misma quiso establecer con sus devotos: la Medalla Milagrosa.
Vamos a Francia… corre el año de 1806, y vemos que en la cuna duerme
tranquila la pequeña Catalina Labouré.
Catalina recibió una educación fina y cuidadosa de su madre, haciendo
brotar en su alma inocente el gusto por las maravillas celestiales. Sin embargo,
al completar nueve años de edad, Dios llamó a Sí a su madre, que falleció el
año de 1815.
La pobre niña quedó desolada. Entre lágrimas subió en una silla y en las
puntas de los pies abrazó fuertemente, besando con cariño, muchas veces, una
imagen de María Santísima, diciendo amorosamente: «Ahora, Señora, ¡tú serás mi
madre!».
La Santísima Virgen aceptó aquel inocente pedido y cuidó de su nueva hija
preparándola para una vocación muy alta: ¡la santidad!
Durante su adolescencia Catalina tuvo un sueño con un sacerdote que le
impresionó profundamente. En ese sueño, a pesar de ser aquel sacerdote tan
bondadoso y santo, ella intentaba huir. Sin embargo, en otro sueño, el
sacerdote le dice con suavidad: “Hija mía, hora huyes de mí, pero un día serás
feliz por yo haberte llamado. Dios tiene designios sobre ti. No te olvides”.
Años más tarde, cuando Catalina entró para el noviciado de las Hermanas de
la Caridad, en París, vio en la pared del monasterio un cuadro que la emocionó
profundamente. ¡Era aquel padre con quien ella había soñado! Preguntó a las
hermanas y ellas le explicaron: “Éste es San Vicente de Paúl, nuestro santo
fundador”.
La vida le preparaba otra dificultad: su padre se opuso a su vocación y por
eso la envió a París para trabajar en un restaurante popular frecuentado por
hombres rudos, borrachos, acostumbrados a las peores lisuras y a la
inmoralidad.
La santa niña pasaba en medio a aquellos hombres escuchando sus
invitaciones al pecado, los chistes más obscenos, respirando el fétido humo de
las pipas, acosada por las provocaciones de los más atrevidos, nunca
permitiendo que el manto inmaculado de su pureza fuese manchado en lo más
mínimo.
Por la noche, cuando llegaba a su habitación, lloraba copiosamente pidiendo
socorro a Nuestra Señora.
Cuando cumplió la mayoridad, entró en el convento de las Hijas de la
Caridad que se encontraba en la Rue du Bac, en París.
Poco tiempo después fue favorecida con muchas apariciones de San Vicente de
Paul, que le mostraba su corazón con colores diferentes: Blanco, símbolo de la
paz, rojo, color de fuego, demostrando la caridad y rojo oscuro, que
representaba la tristeza de su corazón por los pecados de la humanidad.
Durante su noviciado Santa Catalina veía a Nuestro Señor en el Santísimo
Sacramento. Tenía un deseo muy grande de ver también a la Santísima Virgen.
Ella misma cuenta el día que marcó su vida: «Me acosté con el
presentimiento de que en esa noche iba a ver a mi buena Madre… De hecho, a las
once y media, un ángel me despertó diciendo: “Hermana Catalina, ven conmigo a
la capilla, la Santísima Virgen te espera”. Llegando a la capilla, el ángel me
dijo: “¡He aquí a la SS. Virgen, hela aquí!”».
Escuchó un ruido, como el roce de un
vestido de seda que venía del lado de la tribuna, del lado del cuadro de San
José. Ella vino a detenerse sobre las gradas del altar del lado del Evangelio,
en un sillón parecido al de Santa Ana. Entonces, mirando a la Santísima Virgen,
me arrodillé junto a ella, con las manos apoyadas sobres sus rodillas. Ella me
decía: “Hija mía, tendrás mucho que sufrir, mas superarás los dolores pensando
que lo haces para la gloria de Dios”».
Cuatro meses después el 27 de noviembre de 1830, Nuestra Señora aparece de
nuevo, vestida de seda, blanca como la aurora. Sus manos erguidas a altura del
pecho, sostenían un globo dorado, encimado por una cruz. Tenía sus ojos elevados
hacia el cielo, y su faz se iluminaba mientras ofrecía el globo al Señor.
Enseguida las manos de la Virgen parecieron cargarse de anillos preciosos. Los
rayos que partían de sus manos se ensanchaban a la medida en que descendían a
punto de no dejar ver los pies de Nuestra Señora.
Mientras contemplaba a María, Catalina escuchó interiormente:
—“Este globo que ves representa al mundo entero y especialmente Francia, y a
cada persona en particular. Los rayos son símbolo de las gracias que derramo
sobre las personas que las piden”.
Se forma entonces un cuadro oval donde estaba escrito en letras de oro las
siguientes palabras: “Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que
recurrimos a Vos”.
Entonces la Virgen le dijo: “Manda hacer una medalla conforme este modelo.
Las personas que la llevaren al cuello recibirán grandes gracias. Las gracias
serán más abundantes para los que la llevaren con entera confianza”.
La Virgen bajó suavemente sus manos cargadas de anillos, despejando rayos
sobre el globo que ahora se encontraba bajo los pies de la Virgen, aplastando
la serpiente infernal.
Después el cuadro se volvió, mostrando en su reverso un conjunto de
emblemas: en el centro una gran letra “M”, símbolo de María, encimado por una
cruz sobre una barra, y en la base dos corazones: el de la izquierda cercado de
espinas, el de la derecha traspasado por una espada. Eran los Sagrados
Corazones de Jesús y de María. Cercando ese conjunto, una constelación de 12
estrellas, en forma ovalada.
Sólo dos años después de las apariciones fueron hechas las primeras 20.000
medallas. Era el año de 1832.
Una gran epidemia de cólera, venida de Rusia, arrasó París en pleno
Carnaval, aniquilando 18.400 vidas.
El día 30 de junio, fueron entregadas las primeras 1.500 medallas que habían
sido encomendadas y las Hijas de la Caridad comenzaron a distribuirlas entre
los enfermos. En la misma hora la peste comenzó a menguar y se produjeron
prodigiosas conversiones y curas milagrosas, haciendo a la Medalla Milagrosa
mundialmente conocida.
La Medalla se esparció por todo el mundo y hoy está presente en los cinco
continentes. A través de ella Nuestra Señora ha operado innumerables milagros,
curaciones y sobre todo conversiones. Si todavía no tiene la Medalla, te
recomiendo vivamente que consigas una y la lleves al cuello Será un distintivo
de tu devoción a la Madre de Dios. Si ya tienes la Medalla, difúndela entre tus
parientes, amigos, conocidos e, incluso a los desconocidos. Se también un
apóstol de esta devoción que ha alcanzado la conversión de millares de
pecadores y las gracias más poderosas.
Con la protección de María, ¡alcanzaremos el cielo!
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