El Sacerdote y el Altar
«La Iglesia tiene necesidad de
sacerdotes santos», afirmaba Benedicto XVI en la homilía de apertura del Año
Sacerdotal. Pues el ministerio ordenado, indispensable para la Iglesia y para
el mundo, requiere fidelidad total a Cristo e incesante unión con Él.
El presbítero debe tender
constantemente hacia la santidad como hizo San Juan María Vianney. La
renovación interior de un sacerdote conlleva un testimonio evangélico más
intenso e incisivo, y de su tensión hacia la perfección espiritual dependerá
sobre todo la eficacia de su ministerio.
Estas consideraciones, extraídas de
las últimas enseñanzas de Benedicto XVI, demuestran bien la razón por la que el
Año Sacerdotal, recientemente proclamado, transciende por encima del mero
beneficio espiritual del conjunto de los presbíteros y alcanza una dimensión
pastoral que abarca a toda la Iglesia.
Ahora, el núcleo del ministerio sacerdotal
—recuerda oportunamente el Beato Juan XXIII— se desarrolla alrededor de la
Celebración Eucarística. “¿Cuál es el apostolado del sacerdote, considerado
en su acción esencial, sino el de realizar, doquier que vive la Iglesia, la
reunión, en torno al altar, de un pueblo unido por la fe?”, se preguntaba
el Papa del Concilio (Encíclica Sacerdotii nostri primordia, n. 34).
En efecto, es en el altar “cuando
el sacerdote en virtud de los poderes que sólo él ha recibido, ofrece el Divino
Sacrificio”. Y también es allí “donde el pueblo de Dios, iluminado por
la predicación de la fe, alimentado por el cuerpo de Cristo, encuentra su vida,
su crecimiento [...]. Allí es, en una palabra, donde por generaciones y
generaciones, en todas las tierras del mundo, se construye en la caridad el
Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia” (Ídem).
Esta centralidad del Santo
Sacrificio en la vida de las parroquias y comunidades ha llevado al famoso
teólogo dominico fray Antonio Royo Marín a proclamar que celebrarlo “es la
función sacerdotal por excelencia, la primera y más sublime de todas, la más
esencial e indispensable para toda la Iglesia, y a la vez fuente y manantial
más puro de su propia santidad sacerdotal. Se es sacerdote, ante todo y sobre
todo, para glorificar a Dios mediante el ofrecimiento del Santo Sacrificio de
la Misa” (Teología de la Perfección Cristiana. Madrid. BAC, 2001, p.
848).
El sacerdote vive, por lo tanto,
para el altar. Es en él donde ofrece el Santo Sacrificio y en torno suyo reúne
y bendice al pueblo, y es junto a él que santifica su alma. Ya que como
recuerda el Beato Juan XXIII, “la santificación personal del sacerdote ha de
modelarse sobre el Sacrificio que celebra, según la invitación del Pontifical
Romano: ‘Conoced lo que hacéis; imitad lo que tratáis’” (Sacerdotii nostri
primordia, n. 36).
En el altar es donde también el
sacerdote recoge las fuerzas necesarias para el combate espiritual. A través
del sacramento de la Eucaristía se une a Cristo y fortifica con la Gracia su
vida interior. Ésta sirve de alimento y medicina espiritual, tanto para el
propio ministro como para el pueblo que le ha sido confiado.
Alimentar a los fieles con el Pan
bajado del Cielo es el beneficio más grande que el pastor puede dispensar a su
rebaño. Cuando nuestros primeros padres comieron del fruto prohibido el pecado
se introdujo en el mundo. Sin embargo, la respuesta divina ha proporcionado a
los hombres infinitamente mucho más que lo que ellos perdieron: ¡les ha dado al
propio Dios en alimento!
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