La perfecta discípula del Señor
Alexandre de Hollanda Cavalcanti
El Evangelio de San Lucas informa por dos veces la profundidad del alma
meditativa de la Santísima Virgen: “María conservaba la palabra de Dios,
meditándola en su corazón” (Lc 2,19.51).
La Santísima Virgen María es el modelo perfecto y acabado de la Iglesia y
de toda la humanidad, la primera y más perfecta discípula de Cristo[1]. El núcleo central de esta ejemplaridad de María es su comunión con
nuestro Redentor y su total unión con su misión salvadora. Por eso debemos
comprender que ser Madre de Dios es el mayor privilegio de la Virgen María,
pero este privilegio solo alcanza su plenitud por su total unión de intenciones
y de corazón con la obra salvadora de su Hijo, de modo que, por el parto
virginal, Ella dio a luz al Salvador y por el “parto más doloroso de la
historia”, María dio a luz a sus hijos espirituales. Esta expresión “parto
doloroso de María” es acuñada por San Ruperto de Deutz, que ve en esta unión
del sacrificio de María con el holocausto de Jesucristo, el nacimiento de sus
hijos espirituales, lo que fue confirmado por el Señor desde lo alto de la
Cruz: “¡He ahí a tu Madre!” (Jn 19,27).
Su elección para ser madre de nuestro Salvador fue una acción divina, pero
la aceptación de esta misión, en total fidelidad, fue opción personal y
meritoria de María. Isabel la proclama bienaventurada por haber creído,
afirmando que es en función de esta fe que se realizaría todo lo que se le
había dicho de parte del Señor (Lc 1,45). Es por eso que San Agustín hace una
afirmación osada: “María fue la que mejor cumplió la voluntad del Padre,
mostrando así el modo más excelente de ser Madre de Dios, puesto que es mayor
merecimiento suyo ser discípula de Cristo que ser su Madre” [2].
La Santísima Virgen tenía una fe tan profunda que la llevó a cooperar y
creer lo increíble: de la muerte de su Hijo vendría la victoria definitiva.
Cada vez que asistamos a la Misa en esta Cuaresma, recordaremos la
importancia de comprender que la Madre del Señor está junto a cada altar, del
mismo modo que estuvo en el Calvario. Su unión con Jesús en nuestra salvación
hace con que María sea el modelo también para los sacerdotes, que ofrecen a
Cristo en nombre de la Iglesia, como Ella lo ofreció por primera vez en el
altar de la Cruz.
En el formulario de la Misa propuesta por la Iglesia para la conmemoración
de María junto a la Cruz del Señor, encontramos una afirmación fuerte de San
Pablo: “Dios no perdonó a su propio Hijo, entregándolo por nosotros para
resucitar e interceder por los hombres junto al Padre” (cf. Rm 8,31b-39).
Consecuentemente, San Pablo reafirma la fortaleza e intrepidez que debe tener un
cristiano por confiar en su único Redentor. Esta fue la confianza de la
“primera discípula”, de la cristiana por excelencia. Nunca se escuchó en los
Evangelios, ni en los apócrifos, ni siquiera afirmado por los enemigos de la
Iglesia, que en algún momento María tuviera miedo. ¿Quién la podría separar de
su Hijo? ¿Aflicción, angustia, persecución? Para ella ni muerte ni vida, ni
fuerza cualquiera venida de la tierra o de los infiernos podría apartarla del
amor inseparable a su Hijo.
El Evangelio de San Lucas (2,42-51) recuerda lo que fue para María la
primera experiencia del Calvario. Un momento clave de la participación de María
en la vida de Cristo: la pérdida del Santo Niño, cuando Él tenía doce años de
edad. ¡No podemos imaginar que Jesús se haya perdido en el mundo creado por Él
mismo! Su ausencia no podría ser considerada como un acto de inconsciencia
infantil, sino como una acción deliberada y consciente. El Niño se retiró para
cumplir una misión reveladora, preparando a su Santísima Madre para su
sacrificio futuro. Para María fue una gran prueba: Ella no perdía sólo a su
hijo, ¡perdía a su Dios! En su humildad ella podría conjeturar algunas
hipótesis: el abandono por alguna infidelidad suya, o el desenlace temprano de
los vaticinios de Simeón, cuya dilacerante espada volvía a removerse en su
corazón. La propia Escritura atestigua que María no entendía lo que estaba
pasando en este momento. Dice San Lucas: “Sus padres no comprendieron lo que Él
les decía” (Lc 2,50).
Este evento encuentra una gran similitud con el drama del Calvario: María
se halla presa de dolor durante tres días, debido a la desaparición de su Hijo,
que estaba «en la casa del Padre». La perspectiva del sacrificio anunciado por
Simeón, quien había predicho que una “espada de dolor” traspasaría el corazón
de María (Lc 2,35), se hace presente en este episodio en que el sufrimiento no
está en el Hijo, sino en el corazón de la Madre; pero al mismo tiempo prefigura
el desenlace del sacrificio del Calvario en la gloria y en la alegría, pues la
Santísima Virgen encuentra a su Hijo en postura gloriosa que preanuncia la
Resurrección y se queda maravillada, pero después le expresa su sufrimiento: “Hijo
mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos
angustiados” (Lc 2,48).
La respuesta de Jesús indica que María y José conocían su origen divino y
su misión evangelizadora. En ese momento Jesús hace la primera afirmación
pública de su filiación divina: «¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos
de mi Padre?» (Lc 2,49).
El Evangelista señala que ellos no entendieron, pero que María meditó
profundamente el tema en su corazón, tomando el hecho de que Jesús esté en la
casa de su Padre como el principio fundamental que iluminará en adelante su
vida[3].
En esta meditación de hoy, guardemos dos enseñanzas importantes para
nuestra vida, especialmente en este camino cuaresmal junto con María:
Primero: Debemos conservar
en nuestro corazón todas las gracias, indicaciones, mensajes, e incluso
reprensiones que recibamos de Dios, a través de señales, de inspiraciones
interiores, o, incluso a través de acciones y palabras de otras personas. “Dios
escribe recto en renglones torcidos”, dice el refrán… Sin embargo, podemos verificar
que Dios escribe recto en renglones rectos. Cabe a nosotros meditar en nuestros
corazones para entender el modo correcto de leer estas líneas, como María lo
entendió al encontrar a Jesús “en la casa del Padre”. Después necesitamos
guardar lo que escuchamos de Dios en lo más profundo de nuestro corazón, pues
una palabra de Dios, una gracia, nunca debe ser olvidada.
La segunda lección que podemos sacar
es la fe: María creyó en lo imposible. Creyó que muriendo en la Cruz su Hijo vencía
al mundo. Por esta fe es que se realizó en Ella todo lo que le fue prometido.
Cuando nos encontremos delante de lo imposible, recordemos las palabras del
Ángel Gabriel: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37).
Los días actuales repiten el camino del Calvario; camino de dolor y de
muerte de dudas y perplejidades, mas al mismo tiempo de salvación para aquéllos
que siguiendo los pasos de María, a Ella se juntaron a los pies de la Cruz. Su
fe fue sometida a una triple prueba: a la prueba de lo invisible, a la prueba
de lo incomprensible y a la prueba de las apariencias contrarias, pero que Ella
superó del modo más heroico.
Efectivamente, María veía a su Hijo en el establo de Belén y creía Creador
del mundo. Lo veía huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el Rey de
reyes. Lo vio nacer en el tiempo y lo creyó eterno. Lo vio pequeño, pobre,
necesitado de alimentos, llorando sobre el heno y lo creyó Omnipotente.
Observó que no hablaba y lo creyó Verbo del Padre, la propia Sabiduría
encarnada. Lo vio, finalmente, morir en la cruz, vilipendiado, y creyó siempre
en su Divinidad. Aunque vacilara la fe de los demás, incluso los Apóstoles,
María permaneció siempre firme, no vaciló jamás[4].
Con el ejemplo y la ayuda de María, ¡nada hay que temer!
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