María: la primera «cristificada»
Alexandre de Hollanda Cavalcanti
La esencia de la vida cristiana es la unión con
Cristo, de modo que «la vida en Cristo» aparece como una necesidad y un deber
de estado, lo que no es otra cosa que la vida para el Padre por la imitación de
Cristo y la docilidad al Espíritu Santo. El sentido verdadero de la sequela Christi es hacerse «otro
Cristo», es que Cristo viva en el cristiano, para poder decir con el Apóstol:
«yo ya no vivo, pero Cristo vive en mí» (Ga 2,20). En otras palabras, la unión
con Cristo debe ser tal que, en cierto sentido, Él se convierte en sujeto de
todas las acciones vitales del cristiano.
El Bautismo nos hace hijos de Dios, capaces de la
comunión total con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu, de modo que se puede
afirmar que con la gracia santificante la persona es «divinizada». La comunión
eucarística nos une de tal manera con Dios que nos hace deiformes o cristiformes.
El hombre puede participar de la vida divina no por esencia, sino por un don
(cf. 2P 1,4) de una manera limitada, recibiendo una cualidad interior que lo
asemeja a Dios y le da el poder sobrenatural de participar en su propia vida.
Por la gracia santificante el hombre puede, por liberalidad divina, conocer y
amar a Dios «a su modo», es decir participando de la felicidad propia de Dios,
siendo configurado con Cristo por la acción del Espíritu Santo. Este es el
fundamento teológico de la «deificación del hombre» por la gracia[1]. Por la
misma razón, a la gracia se la llama deiforme o deificante, para indicar la
resemblanza o parecido que nos da con Dios y la potencia de que nos provee para
participar en su actividad propia y esencial. Aquí se entiende la profundidad
teológica de la afirmación hecha por el Señor a la mujer samaritana: «si
conocieras el don de Dios…» (Jn 4,10)[2].
La vía de santidad exige identificación total con
Cristo, que no simplemente como un capítulo de su vida espiritual, sino como el
núcleo central de su santidad personal, puesto que ésta es, primordialmente, un
proceso dinámico de cristificación, de configuración progresiva de cada
bautizado con la humanidad santísima de Cristo[3]. Este
hecho ha sido certeramente denominado «el estatuto teológico de la
espiritualidad cristiana»[4].
A partir del hecho central en toda la historia que es
la Encarnación, por la cual Dios se anonada al punto de asumir la misma
naturaleza del ser humano y hacer de nosotros partícipes de su divinidad[5], la
deificación promovida por la gracia santificante no puede tener otro
significado que la conformación con Cristo, hacerse con el mismo «molde», la
misma «horma» de Cristo, que según Pablo ocurre con nosotros en el Bautismo
(cf. Rm 6,3-11), a través del cual el alma está sellada con la imagen de
Cristo, marcada en el rostro con una resemblanza profunda y radical con Él, con
quien está configurada. Ser «deificado» no puede ser una expresión
«desencarnada» como las ideas abundantes en religiones mistéricas como el
budismo y el hinduismo. Nada más extraño a la profunda mentalidad católica que
el espiritualismo desencarnado de la tradición órfica[6],
platónica, neoplatónica, con su fortísima tendencia a reducir todo el hombre al
alma humana, y, por lo mismo, a la pura interioridad, a considerar el cuerpo,
por su misma materialidad, como prisión y tumba del alma, y los sentidos como
cadenas que no sirven para otra cosa que para impedir al alma el vuelo libre
hacia su pura espiritualidad[7].
A
partir de la Encarnación, en que Cristo no quiso hacerse sólo alma o sólo
cuerpo, sino hombre completo, la cristificación
encuentra un significado único y concreto: ser «cristificado» es hacerse «otro
Cristo», vivir la vida de Cristo en todos los momentos, esto es ser
verdaderamente cristiano. No hay otro camino, otra verdad, u otra vida posible
para un discípulo de Cristo, lo que conduce a dos dimensiones de identidad con
el Señor: externa, por la gracia divina e interna por la correspondencia a esta
gracia, que nos hace semejantes a Cristo. Todos somos igualmente imago Dei pero la semejanza tiene
grados. No se puede decir que Herodes es tan semejante a Cristo cuanto Juan, el
«discípulo amado». Si caminamos en este rumbo, la conclusión lógica es que
cuanto más el hombre se asemeje a Cristo, más plenamente él está
«cristificado».
El ser humano que alcanzó mayor semejanza, el discípulo más
perfecto, el primer discípulo, el que fue llamado bienaventurado por haber
creído es el único ser humano que fue invitado a participar de tal manera de
esta unión, que entregó su propio ser en su totalidad a Cristo. Este es el
primero y más plenamente «cristificado». Es por eso que cuando Cristo afirma
que es su madre y su hermano quien hace la voluntad del Padre (cf. Mt 12,49-50),
establece un parámetro para la verdadera maternidad en relación a Él.
Consecuentemente, la persona que cumple con más perfección la voluntad del
Padre, con más propiedad puede ser llamada Madre de Cristo.
Siguiendo el citado
pensamiento de san Agustín[8], esta
persona elegida de entre los hombres para tan grande misión fue la santísima Virgen
María. Haciendo totalmente la voluntad del Padre, Santa María fue la más
perfecta discípula de Cristo, identificándose totalmente con Él, gozando más
unión e identidad con ser su discípula que con ser Madre del Señor. Aceptando
la total identidad con su Hijo, María es la primera cristiana, la primera a ser
alter Christus y, en el lenguaje muy
apreciado por la teología oriental, ella es así la primera cristificada[9], antes incluso
de hacerse Madre de Dios por acción del Espíritu, por su aceptación en total
adhesión a la voluntad del Padre, haciéndose Madre de Dios primero en su
corazón y después en su seno virginal[10]. En
efecto, el corazón de María — núcleo de su persona y centro de sus deseos — se
encuentra totalmente cristificado: todos sus actos, desde los más sencillos,
llevan siempre la huella de Jesús[11]. Por
eso, cuando la mujer anónima de Lc
11,27 ensalza la maternidad biológica de aquella que ha llevado a Cristo en su
seno, el Señor señala el motivo más profundo de la bienaventuranza de María,
que es mucho más feliz por escuchar y guardar la palabra de Dios (Lc 11,28; cf.
Lc 2,19.51).
[1] San Agustín deja claro el tema: «Este pan […] santificado […] es
el Cuerpo de Cristo […] Si lo habéis recibido dignamente, vosotros sois eso
mismo que habéis recibido». San Agustín, Obras completas de san Agustín, XXIV. Sermones (4°) 184-272 B. Sermones sobre los tiempos litúrgicos. «El
sacramento de la Eucaristía. Sermón 227»,
285.
[5] Como canta la antífona de Vísperas en la festividad de la
Circuncisión.
[6] El orfismo, de Orfeo, es una corriente religiosa de la antigua
Grecia cuyo fundador sería considerado el maestro de los encantamientos. Mircea
Eliade explica que poseemos poca
información sobre el orfismo más antiguo, pero la fascinación que ejercieron
sobre las minorías europeas durante más de veinte siglos constituye un hecho
religioso de la más alta significación, cuyas consecuencias aún no han sido
suficientemente valoradas. Los ritos secretos órficos, exaltados por ciertos
autores tardíos, reflejan la gnosis mitologizante y el sincretismo
greco-oriental, que influyó en el hermetismo medieval, el Renacimiento
italiano, las concepciones «ocultistas» del siglo XVIII y el Romanticismo. Cf. M.
Eliade, Historia de las creencias
y las ideas religiosas. De la Edad de Piedra a los Misterios de Eleusis, I,
18.
[7] Cf. C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia. Ensayo
de liturgia teológica general, 294.
[8] «María, Madre de Jesús, cumplió la voluntad del Padre, mostrando
así que fue la que más creyó: con razón superior, es del modo más excelente su
Madre, puesto que es mayor merecimiento suyo ser discípula de Cristo que Madre
de Él». San Agustín, Obras completas de san Agustín,
X. Sermones (2°) 51-116. Sobre los Evangelios Sinópticos, «Sermón
72 A, 7», 364-365.
[9] Para los orientales, el hecho de la soteriología poseer una
estructura trinitaria no significa minimizar el puesto que Cristo ocupara en la
realización de la economía de la Encarnación, porque en el centro del proyecto
trinitario está Cristo. En Cristo, el hombre participa verdaderamente del
misterio trinitario. En este sentido, según san Basilio (Tratado del Espíritu Santo, XII, 28), llamarle Cristo significa
hacer una profesión de fe completa: muestra que Dios es el que unge, el Hijo es
ungido y el crisma es el Espíritu. Los teólogos ortodoxos fundan su tradición
en la profesión de un profundo «cristocentrismo», por comprenderen la realidad
de la salvación como divinización operada por Cristo: el hombre puede ser
divinizado porque está cristificado;
Cristo ocupa en el plan de Dios el puestro central y por ello toda la creación
es contemplada desde, en vista y por medio de Cristo. Cf. Y. Spiteris, Salvación y pecado en la tradición oriental.
Manual de teología ortodoxa, 77-78.
[10] Cf. San Agustín, Obras completas de san Agustín, X. Sermones
(2°) 51-116. Sobre los Evangelios
Sinópticos, «Sermón 72 A, 7», 364-365.
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