La Medalla Milagrosa



Alexandre de Hollanda Cavalcanti

https://youtu.be/FTbbumysHFs

Te invito a conocer un verdadero eslabón que nos une a la Santísima Virgen, y que Ella misma quiso establecer con sus devotos: la Medalla Milagrosa.
Vamos a Francia… corre el año de 1806, y vemos que en la cuna duerme tranquila la pequeña Catalina Labouré.
Catalina recibió una educación fina y cuidadosa de su madre, haciendo brotar en su alma inocente el gusto por las maravillas celestiales. Sin embargo, al completar nueve años de edad, Dios llamó a Sí a su madre, que falleció el año de 1815.
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La pobre niña quedó desolada. Entre lágrimas subió en una silla y en las puntas de los pies abrazó fuertemente, besando con cariño, muchas veces, una imagen de María Santísima, diciendo amorosamente: «Ahora, Señora, ¡tú serás mi madre!».


La Santísima Virgen aceptó aquel inocente pedido y cuidó de su nueva hija preparándola para una vocación muy alta: ¡la santidad!
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Durante su adolescencia Catalina tuvo un sueño con un sacerdote que le impresionó profundamente. En ese sueño, a pesar de ser aquel sacerdote tan bondadoso y santo, ella intentaba huir. Sin embargo, en otro sueño, el sacerdote le dice con suavidad: “Hija mía, hora huyes de mí, pero un día serás feliz por yo haberte llamado. Dios tiene designios sobre ti. No te olvides”.

Años más tarde, cuando Catalina entró para el noviciado de las Hermanas de la Caridad, en París, vio en la pared del monasterio un cuadro que la emocionó profundamente. ¡Era aquel padre con quien ella había soñado! Preguntó a las hermanas y ellas le explicaron: “Éste es San Vicente de Paúl, nuestro santo fundador”.
La vida le preparaba otra dificultad: su padre se opuso a su vocación y por eso la envió a París para trabajar en un restaurante popular frecuentado por hombres rudos, borrachos, acostumbrados a las peores lisuras y a la inmoralidad.
La santa niña pasaba en medio a aquellos hombres escuchando sus invitaciones al pecado, los chistes más obscenos, respirando el fétido humo de las pipas, acosada por las provocaciones de los más atrevidos, nunca permitiendo que el manto inmaculado de su pureza fuese manchado en lo más mínimo.
Por la noche, cuando llegaba a su habitación, lloraba copiosamente pidiendo socorro a Nuestra Señora.
Cuando cumplió la mayoridad, entró en el convento de las Hijas de la Caridad que se encontraba en la Rue du Bac, en París.
Poco tiempo después fue favorecida con muchas apariciones de San Vicente de Paul, que le mostraba su corazón con colores diferentes: Blanco, símbolo de la paz, rojo, color de fuego, demostrando la caridad y rojo oscuro, que representaba la tristeza de su corazón por los pecados de la humanidad.
Durante su noviciado Santa Catalina veía a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento. Tenía un deseo muy grande de ver también a la Santísima Virgen.
Ella misma cuenta el día que marcó su vida: «Me acosté con el presentimiento de que en esa noche iba a ver a mi buena Madre… De hecho, a las once y media, un ángel me despertó diciendo: “Hermana Catalina, ven conmigo a la capilla, la Santísima Virgen te espera”. Llegando a la capilla, el ángel me dijo: “¡He aquí a la SS. Virgen, hela aquí!”».

 Escuchó un ruido, como el roce de un vestido de seda que venía del lado de la tribuna, del lado del cuadro de San José. Ella vino a detenerse sobre las gradas del altar del lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana. Entonces, mirando a la Santísima Virgen, me arrodillé junto a ella, con las manos apoyadas sobres sus rodillas. Ella me decía: “Hija mía, tendrás mucho que sufrir, mas superarás los dolores pensando que lo haces para la gloria de Dios”».
Cuatro meses después el 27 de noviembre de 1830, Nuestra Señora aparece de nuevo, vestida de seda, blanca como la aurora. Sus manos erguidas a altura del pecho, sostenían un globo dorado, encimado por una cruz. Tenía sus ojos elevados hacia el cielo, y su faz se iluminaba mientras ofrecía el globo al Señor. Enseguida las manos de la Virgen parecieron cargarse de anillos preciosos. Los rayos que partían de sus manos se ensanchaban a la medida en que descendían a punto de no dejar ver los pies de Nuestra Señora.
Mientras contemplaba a María, Catalina escuchó interiormente:
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“Este globo que ves representa al mundo entero y especialmente Francia, y a cada persona en particular. Los rayos son símbolo de las gracias que derramo sobre las personas que las piden”.

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Se forma entonces un cuadro oval donde estaba escrito en letras de oro las siguientes palabras: “Oh María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Vos”.
Entonces la Virgen le dijo: “Manda hacer una medalla conforme este modelo. Las personas que la llevaren al cuello recibirán grandes gracias. Las gracias serán más abundantes para los que la llevaren con entera confianza”.
La Virgen bajó suavemente sus manos cargadas de anillos, despejando rayos sobre el globo que ahora se encontraba bajo los pies de la Virgen, aplastando la serpiente infernal.
Después el cuadro se volvió, mostrando en su reverso un conjunto de emblemas: en el centro una gran letra “M”, símbolo de María, encimado por una cruz sobre una barra, y en la base dos corazones: el de la izquierda cercado de espinas, el de la derecha traspasado por una espada. Eran los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Cercando ese conjunto, una constelación de 12 estrellas, en forma ovalada.
Sólo dos años después de las apariciones fueron hechas las primeras 20.000 medallas. Era el año de 1832.
Una gran epidemia de cólera, venida de Rusia, arrasó París en pleno Carnaval, aniquilando 18.400 vidas.
El día 30 de junio, fueron entregadas las primeras 1.500 medallas que habían sido encomendadas y las Hijas de la Caridad comenzaron a distribuirlas entre los enfermos. En la misma hora la peste comenzó a menguar y se produjeron prodigiosas conversiones y curas milagrosas, haciendo a la Medalla Milagrosa mundialmente conocida.
La Medalla se esparció por todo el mundo y hoy está presente en los cinco continentes. A través de ella Nuestra Señora ha operado innumerables milagros, curaciones y sobre todo conversiones. Si todavía no tiene la Medalla, te recomiendo vivamente que consigas una y la lleves al cuello Será un distintivo de tu devoción a la Madre de Dios. Si ya tienes la Medalla, difúndela entre tus parientes, amigos, conocidos e, incluso a los desconocidos. Se también un apóstol de esta devoción que ha alcanzado la conversión de millares de pecadores y las gracias más poderosas.
Con la protección de María, ¡alcanzaremos el cielo!

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