El distintivo personal de María


 Por Alexandre de Hollanda Cavalcanti
La Constitución dogmática Lumen Gentium, en su capítulo VIII, acusa la historia de su propia redacción y el ambiente dudoso en que se plasmó, como capítulo de la constitución de la Iglesia. Es un texto singular sobre todo por constituir una mariología casi completa, hecho único en toda la historia de los concilios ecuménicos, bien como por haber sido redactada en una asamblea conciliar, en la que se oyeron no pocas ni pequeñas reservas sobre la Virgen, caso también único.
María en el plan divino de nuestra salvación
En los ns. 52 y 53 del capítulo VIII, de la mencionada Constitución, se sitúa a María dentro del plan divino de la salvación y se recogen los vínculos que la unen excepcionalmente a la Santísima Trinidad. En el plan de salvación, que es una historia de desarrollo lineal, la persona de Adán marca el inicio de la existencia del hombre en la tierra. Presencia que avanza la línea histórica en tensión de promesa y profecía hasta el punto culminante que llama san Pablo «plenitud de los tiempos», que son los tiempos de Cristo, para seguir después avanzando en la historia de la Iglesia hasta la consumación escatológica de la Parusía. Este plan divino realizado por Dios, cuenta con la participación del hombre. Esta participación humana empieza con la Encarnación, cuyo término es el Salvador, que es Dios y hombre a la vez. De esta forma, en este plan divino tiene su puesto María, casi como el inicio de la participación humana en la salvación. El texto conciliar lo enuncia sencillamente, recogiendo las palabras de san Pablo: «envió a su Hijo, hecho de mujer» (Gal. 4, 4), y la fórmula sagrada del Símbolo: «se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María, la Virgen».
Como vimos en los testimonios veterotestamentarios, la presencia de María es casi siempre anunciada por el título de ’almah, lo que es traducido para el latín como Virgo, o sea el título con que la Santísima Madre de Dios es conocida desde los albores del tiempo es: la Virgen. Virgen antes, durante y después del parto; pura, sin mancha, sin división en su amor total e inmaculado por Dios. De esta Virgen tan consciente y de inmensa humildad, sólo se podría esperar un «fiat» sin más cuestionamientos. Pero hubo una pregunta que era el reflejo de su corazón sincero: «¿como se dará esto, si no conozco varón?». La virginidad de María es su distintivo personal. La elección para ser Madre de Dios no la escogió Ella, sino que la aceptó; pero la virginidad fue elección enteramente suya inspirada por la gracia, no hay duda, más deseada y elegida por Ella misma.
Respuesta a los cuestionamientos
Se podría cuestionar que era natural que una doncella con su edad fuese virgen y que por tanto, no había ningún mérito más que de las otras chicas palestinas. Pero hay que considerarse que en la sociedad judaica no había la figura de la virgen consagrada y todas las doncellas anhelaban el día de su casamiento. Siendo ya prometida de José no cabría a la Santísima Virgen preguntar al mensajero divino «¿cómo puede ser eso?», pues la respuesta sería obvia: «estás prometida a José, cásate, habita con él y concibe», pero no, si Ella preguntó al ángel, es porque a pesar de estar prometida en casamiento, Ella tenía la decisión de mantener su virginidad como total entrega a Dios. Por eso preguntó al ángel cómo se daría eso, si no «conocía varón».
En la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, el Papa Juan Pablo II afirma:
«Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).

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