¿He venido del mono?
Hno. Dr. Alexandre Cavalcanti
¿Será que soy descendiente de un mono? ¿Si
la ciencia consigue comprobar la teoría de la evolución, la Biblia pierde su
valor? Estas preguntas son hechas por mucha gente que escucha, desde las bancas
del colegio la afirmación de que el ser humano es una evolución de los
primates. Han surgido amplias discusiones no científicas buscando
interpretaciones materialistas que expliquen la existencia del ser humano a
partir de la «teoría de la evolución», centralizándose de modo especial en las
tesis de Charles Darwin (1809-1882), a partir de la publicación de su libro El origen de las especies mediante la
selección natural[1].
Para entender el tema, es necesario diferenciar:
Microevolución y Macroevolución.
La microevolución promueve
variaciones morfológicas o funcionales dentro de la misma especie, pudiendo ser
responsable por las variedades o razas.
La macroevolución sería la
producción de nuevas especies por evolución, sin una inteligencia que las
dirija y sin una finalidad predeterminada.
Después de Darwin, ha surgido el llamado
neodarwinismo, basado en dos puntos principales: las variaciones espontáneas y
la «selección natural». Esta teoría se plantea sobre la «evolución de las
especies», es decir, la «macroevolución».
Es necesario considerar que, a partir del
paradigma genético desarrollado en la
primera mitad del siglo XX, se afirma que «todo carácter de un ser vivo se debe
a su estructura genética». Así, las «variaciones» supuestas por Darwin deberían
ser consecuencias de «mutaciones genéticas», puesto que el proyecto genético es
anterior a la expresión de los fenómenos externos visibles.
Las teorías evolucionistas siempre han
encontrado dos dificultades que nunca alcanzaron superar: la inexistencia de
muchas formas intermediarias entre los fósiles, conocidos como «eslabones
perdidos» y las innúmeras combinaciones no funcionales que el cambio aleatorio
provocaría.
Por último, los registros fósiles
identifican la aparición simultánea y brusca de nuevas formas perfectamente
estructuradas y terminadas, sin que haya nada en el registro fósil anterior: no
hay formas intermediarias o a medio formar. Las pocas que se citan pueden ser
catalogadas como formas estables y no como formas de transición. Como afirma
Antonio Pardo, «el darwinismo incluye en su seno una cierta interpretación del
mundo, que se introduce vestida de ciencia, aunque no lo es».
La «selección natural» presenta una
visión que no corresponde con la realidad. Las escenas brutales de caza
conviven en la naturaleza con escenas apacibles, sin representar peligro de
extinción para unos ni para otros. Se aportan los mimetismos para ocultarse de
los predadores y se olvida el colorido bien visible de otras especies. Es un
modo de mirar la realidad enseñado desde la infancia a muchos occidentales. En
la naturaleza existe lucha, pero al mismo tiempo un derroche increíble de
abundancia, muy lejos de la triste economía de supervivencia darwinista. Así,
el darwinismo no es una tesis probada, sino una hipótesis que puede ser
modificada o rechazada[2].
Esta hipótesis carece totalmente de base
para afirmar un cambio de especie que comporta un paso cualitativo neto: de un
animal destituido de inteligencia y voluntad a un ser dotado de acciones
espirituales. Comparar la racionalidad humana, que comporta capacidad de
valoración, decisión, libertad, creatividad, ingenio, pensamiento abstracto,
uso de idiomas, capacidad musical, inteligencia matemática y emocional con el
conjunto de habilidades y capacidades que permiten a los animales vivir y
adaptarse a sus nichos ecológicos es un insulto intelectual.
En sí misma, una concepción evolutiva
radicalmente contingente, direccional y teleológica no es automáticamente
contraria al concepto revelado de la creación divina. Existe la posibilidad de
que un proceso natural contingente haya sido deseado y planeado por el Creador.
No como un «relojero» que creó y lo abandonó a sí mismo, sino que acompaña y
protege su creación, estando siempre presente en ella con su Providencia. En
este caso, se piensa en un proceso evolutivo que se desarrolla de acuerdo con
un «diseño» y persigue un «fin».
Esta hipótesis — si algún día la
comprobare la ciencia — podría conciliarse con la creación divina, del
siguiente modo[3]:
En Conclusión:
La hipótesis de que seamos descendientes
del mono no ha sido probada hasta el momento y no creo que venga a ser probada
por un motivo muy sencillo: no es la realidad.
Sin embargo, respondamos a la segunda
pregunta: si nuevas descubiertas científicas llegasen a comprobar esta teoría,
ésta no cambiaría la Revelación divina, señalando tres puntos esenciales:
Primero: Es Dios
quien crea la materia de la nada, pues de la nada puede salir nada.
Segundo: Una
evolución solo podría ser posible si dirigida por un ser inteligente, es decir,
por el propio Dios, de lo contrario, solo generaría caos y problemas.
Tercero: En este
caso, el alma espiritual sería infundida por Dios, en un SEGUNDO ACTO CREADOR,
sin el cual no es posible pasar de un simple animal, al ser humano.
Todas estas teorías buscar igualar a los
hombres con los animales, pero no debemos olvidar que el hombre es creado a
imagen y semejanza de Dios y que la Antropología del Concilio Vaticano II
señala dos puntos esenciales:
Primero, que la dignidad humana que lo
hace superior a todas las formas infrahumanas de criaturas reside en un punto
esencial: la vocación del hombre a la comunión con Dios.
Y, en segundo lugar, y más importante:
que el misterio del hombre solo se explica por el misterio del Verbo Encarnado,
es decir, es Nuestro Señor Jesucristo, modelo y arquetipo del ser humano, que
se encarnó, vivió entre nosotros y se sacrificó por nuestra salvación, quien
nos indica la grandeza de la dignidad de ser hombre y de ser mujer, creador
para ser hijos de Dios y no simplemente para arrastrar una vida sin sentido,
como si fuera una especie más entre los animales de la tierra.
Con confianza en Jesús, Alfa y Omega de
la Creación y en María, su Madre, modelo de todo ser humano.
[1] Cf. Morales, José. El Misterio de la Creación. 2 ed.
Pamplona: EUNSA, 2000, pp. 123-129.
[2] Cf. Pardo, Antonio. El
origen de la vida y la evolución de las especies: ciencia e interpretaciones.
En: Scripta Theologica, 39 (2007/2),
pp. 560-562; 565.
[3] Cf. Bettencourt,
Estevão. Curso de iniciação teológica.
Rio de Janeiro: Mater Ecclesiae,
1996, p. 31.
p. 31.
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