El verdadero sentido de la Navidad

     Por Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti

          Vivimos en una época en que el hombre busca su independencia, su libertad, su propia afirmación personal, en lugar diverso de aquél que fue previsto por su Creador. Es como intentar hacer funcionar con agua un carro hecho para funcionar con gasolina...
          Este conflicto se hace muy marcado en ese tiempo de la Navidad, donde se olvida el verdadero y auténtico sentido del inicio de la historia de nuestra salvación, el nacimiento del Hijo de Dios, y se busca una alegría material en los regalos y festejos con que el comercio busca facturar lo que no se alcanzó durante el año, olvidando el beneficio inconmensurable que representó para toda la humanidad la Encarnación del Hijo de Dios.
1. La Navidad Cristiana y la Navidad consumista
          Hoy vivimos una Navidad comercial, donde un personaje gordo, alegre, vestido de rojo y blanco hace su aparición comercial justamente cuando la gente ha recibido el aguinaldo o la gratificación navideña y está a la búsqueda del consumo. Algunos los llaman Papá Noel, otros Santa Claus, pero siempre lo encontramos en las puertas de los establecimientos comerciales, aumentando la facturación y las ventas.
          Esta “herramienta de marketing” no ha nacido en una oficina de propaganda, sino encuentra su verdadero origen en un corazón generoso que buscaba añadir la alegría material a la felicidad por el evento de nuestra salvación, regalando a los necesitados alguna cosa que les pudiera facilitar unirse al auténtico regocijo de la humanidad por el nacimiento de su Salvador. Este corazón latía en el pecho del Obispo de Mira, en Turquía, llamado San Nicolás.
          Huérfano de padres ricos, Nicolás dijo sí a la llamada de Dios y entró para la vida religiosa, siendo ordenado sacerdote. Había muerto el Obispo de la ciudad de Mira y después de muchos escrutinios, no alcanzaban decidir quien sería su sucesor, así el cabildo diocesano decidió que el primer sacerdote que entrase en la Iglesia al día siguiente sería el elegido por Dios.
          En la mañana siguiente los obispos miraban a los que entraban, pero todos eran laicos... mientras tanto, bajaba de su caballo el joven sacerdote Nicolás y entraba en la iglesia para sus oraciones matutinas. Mal puso sus pies en la puerta y un estrepitoso aplauso tomó cuenta de toda la Iglesia. El Espíritu Santo enviaba el nuevo Obispo para Mira. El decano de los Obispos le comunicó lo acontecido y después de seria hesitación, Nicolás percibió que era la voluntad de Dios y se recordó de María que dijo al ángel: “Hágase en mi según tu palabra”.
           Nicolás fue un Obispo santo y bondadoso, que marcó todo el mundo cristiano, sobre todo por su generosidad en ayudar a los más necesitados.
           Las antiguas leyendas de niños y de regalos traídos por el santo nacieron en Alemania, Suiza y Países Bajos, donde los niños esperaban ansiosos lo que les traería San Nicolás por ocasión de la Navidad. Posteriormente la costumbre llegó a Holanda, con el nombre de Sinterklass, dando origen al nombre Santa Claus.
           Por vuelta del año 1863, tomó la figura del gordo de barbas blancas, con la que se conoce actualmente, por influencia del dibujador sueco Thomas Nast. A mediados del siglo XIX, pasó a Inglaterra con el nombre de Bonhomme Noël, dando origen al actual Papá Noel. El 1931, la empresa Coca-Cola encargó al pintor Habdon Sundblom que remodelase la figura de Santa Claus-Papá Noel para hacerlo más humano y comercial.
         Esta historia que nació en la santidad, es hoy utilizada como estrategia de marketing, desvirtuando el verdadero sentido cristiano de la Navidad y transformando la celebración del nacimiento de nuestro Redentor, en días de frenético consumismo y fiestas donde, algunas veces, el pecado, la borrachera y otras degradaciones del ser humano no están ajenas.
2. La Fiesta de la Navidad (historia y orígenes de la celebración)
           El verdadero sentido de la navidad nace con el designio amoroso de Dios de salvar a los hombres y unirlos cada vez más con su Creador.
          







        Dios había creado al hombre para participar de su vida divina, elevándolo a la santidad original y dando al primer hombre la filiación divina.
           Sin embargo, el ser humano es dotado de libertad y debería aceptar libremente esta invitación a vivir la vida de Dios, sometido a su Creador.
           Pero la soberbia, instigada por la seducción de la serpiente, llevó al hombre a decir NO a su Creador, a no aceptar sus determinaciones y desear ser Dios y no vivir con Dios y para Dios.
           Los dones divinos concedidos a la primera pareja humana (Adán y Eva), eran destinados a todos los hombres, pero como ellos – que entonces representaban toda la humanidad – no los aceptaron y cometieron el pecado original, les fueron retirados los dones que habían recibido de Dios.
           Santo Tomás de Aquino explica que, como nadie puede dar lo que no tiene, Adán y Eva transmitieron la vida a sus descendientes destituida de los dones que tenían antes del pecado.
           El pecado original abrió entre Dios y los hombres un abismo insuperable. Las puertas del cielo se cerraron y el hombre solo podría ofrecer a Dios una reparación imperfecta de la ofensa cometida. El Hijo se ofreció al Padre para que, “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fl 2, 8), pudiera restituir al hombre la gracia perdida por el pecado. El propio Creador se hacía criatura para salvarnos del pecado que era enteramente nuestro.
             Dios nunca retiró de nuestros primeros padres la esperanza: antes mismo de proceder a la sentencia del castigo, prometió la venida del Salvador al decir: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la descendencia de ella. Ella te aplastará la cabeza, mientras tú herirás su talón”.
             Estaba prometida la salvación que nos vendría por un Hijo de la mujer, el Hijo santísimo de Dios, Jesucristo, que se hizo hombre naciendo de la Virgen María, para nuestra salvación.
¿Por que Dios quiso hacerse hombre?
             Esta es una pregunta antigua y que está por detrás de toda la historia de amor y bondad que resultó en nuestra salvación, con los eventos dolorosos de la pasión y muerte de Cristo, seguida de la victoria sobre el la muerte, el pecado y el demonio. Victoria definitiva, en que Cristo ha empleado para nuestra salvación aquello que pertenecía a la propia humanidad: su sangre, su sufrimiento, su dolor, su propia vida. Todos estos elementos, Él los ha recibido de María, su madre, que aceptó, como humilde esclava del Señor, participar de esta historia de salvación diciendo sí al proyecto salvífico de Dios.
             Nueve meses se pasaron, en silencio, en oración, en meditación, durante los cuales la Santísima Virgen María llevaba en su seno sagrado Aquel que salvaría la humanidad del pecado de nuestros primeros padres. Así como Adán y Eva nos llevaran a la enemistad con Dios, Cristo, el Nuevo Adán, crecía en el seno de María, la Nueva Eva, para nacer y dar la salvación a los hombres.
             Decían las profecías que el Mesías salvador nacería en Belén, tierra de Judá, ciudad de David. Sin embargo, María vivía en Nazaret y se acercaba el día del nacimiento de su Hijo.
             Dios utiliza a los hombres para hacer su voluntad. Un decreto del emperador romano determinó que todos los pueblos bajo su dominio se inscribiesen en la ciudad de sus padres, para un censo de toda la población dominada. María, como su esposo San José, eran de la casa y familia de David y por eso debían ir a Belén para inscribirse conforme la ley.
            En la ciudad, llena de gente que necesitaba cumplir la determinación legal, la familia sagrada no encontró posada. Dios quería, en su infinita sabiduría dar un testimonio a toda la humanidad: la salvación no viene del hombre, no viene del poder, del oro ni de la plata, sino es un don gratuito de Dios.
             Una simple gruta, donde se abrigaban los animales fue el lugar elegido para el nacimiento del único ser humano que tendría personalidad divina. Es decir Jesús nacía como hombre, tenía naturaleza humana, pero era al mismo tiempo el Hijo de Dios que había tomado carne humana, manteniendo su naturaleza divina.
          Llegan los pastores, avisados por el ángel, llegan los Reyes Magos, a quienes María presenta a su hijo, que “lejos de menoscabar, consagró su perpetua virginidad”[1]. Todos están en actitud de adoración, puesto que reconocen en este pequeño Niño el Mesías esperado y anunciado por los profetas, a través de los cuales hablaba el Espíritu de Dios.
           ¿Puede haber ser humano más frágil que un niño, habitación más simple que una gruta y cuna más precaria que un pesebre? Sin embargo, el Niño que contemplamos acostado entre las pajas habría de alterar completamente el rumbo de los acontecimientos terrenos.
              A pesar de las apariencias humildes, Aquel Niño era la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, en Él se daba la unión hipostática de la naturaleza divina con la humana, en la única Persona del Hijo eterno de Dios.[2]
             Pasaran los años y el Niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría y el Espíritu Santo estaba con Él.
            Cristo vivió 30 años en el silencio de su casa, preparándose en la oración y meditación, en el servicio humilde y dedicado, dando a todos el ejemplo del cumplimiento del deber.
            Llegada la hora elegida por Dios, Él va al desierto, ayuna, es tentado, va a Juan que lo Bautiza y empieza su vida pública de milagros y predicación, fundando con los apóstoles su Iglesia que será su presencia entre los hombres, hasta su retorno final.
             Fieles seguidores de su Maestro, los apóstoles se reunieron junto a María después de la muerte sangrenta de Cristo en el Calvario. Unidos en oración, arrepentidos de sus miserias y cobardía, pedían, en unión a María, la misericordia de Dios y la venida del prometido Espíritu Santo, que les llegó en Pentecostés, dando inicio a la predicación cristiana en el mundo.
            Es natural que los discípulos de Cristo conmemorasen en primer lugar el evento más importante del punto de vista salvífico que es la pascua redentora del Señor: su muerte, resurrección y ascensión a los cielos. Sin embargo, la revelación del misterio personal de Cristo llevó desde los inicios a la comprensión de que su muerte salvadora era la consecuencia de su Encarnación en el seno virginal de María, puesto que en la cruz Cristo ha ofrecido por nosotros lo que recibió de María cuando el Espíritu Santo la cubrió con su sombra.
              








           Esta comprensión llevó a la Iglesia naciente a conmemorar la fiesta de la Encarnación y posteriormente la Epifanía del Señor. Esta conmemoración llevó naturalmente a celebrar el nacimiento del Redentor, día excelso en que, por primera vez, las criaturas pudieron contemplar el “rostro de Dios”.
3. El 25 de Diciembre y la Navidad (celebración cristiana de la Navidad)
            Por cierto, después de la evocación del Misterio pascual, el hecho litúrgico que la Iglesia tiene como más santo es la celebración del Nacimiento del Señor y sus principales manifestaciones. De esta forma, la solemnidad del 25 de diciembre ocupa el centro de todo el ciclo litúrgico cristiano y guarda una relación muy especial con la Pascua.
              Todo el ciclo gira en torno de la fiesta principal que es la Navidad, que aparece en los calendarios litúrgicos del Oriente por lo menos desde el siglo IV, que luego pasó al Occidente, siendo ya celebrado en Roma en el mismo siglo IV, el día 25 de diciembre, fiesta que cristianizaba la conmemoración pagana del «Sol Invicto», nombre utilizado para designar divinidades romanas, o bien para honrar al sol cósmico que empieza a triunfar sobre el invierno y la noche. Para alejar a los fieles de estas fiestas idolátricas, la Iglesia hizo un llamamiento a los cristianos a fin de recordar el nacimiento del verdadero «Sol» que viene de lo alto, Nuestro Señor Jesucristo.
            La primera referencia a la fiesta de la Navidad aparece en el calendario Filocaliano[3] en 354. Según atestigua San Juan Crisóstomo, ya en el final del siglo IV la Navidad está presente en el Oriente influyendo en la consolidación de la solemnidad la definición de la verdadera fe en la divinidad de Cristo en el Concilio de Nicea (325). Éste y los otros tres grandes concilios ecuménicos (Éfeso, Constantinopla y Calcedonia) fueron ocasión para afirmar la auténtica fe en el misterio de la encarnación.
            El tiempo de la Navidad representa el primer contacto físico de la creación con su Creador. Cristo ya nueve meses presente, pero en el claustro purísimo de María, ahora está en contacto directo con los seres creados y luego llama a los pastores, a los Magos y a los «hombres de buena voluntad» para anunciar la Buena Nueva de la salvación para toda la humanidad.

   La liturgia es una actualización de los misterios del Señor. En la Navidad, no conmemoramos simplemente un recuerdo del pasado, sino que somos invitados a vivir hoy este acontecimiento sublime del nacimiento del Redentor, no ya entre las pajas del pesebre, sino en el interior de nuestros corazones. Abramos de par en par las puertas de nuestras almas para la Sagrada Familia que bate y digamos sí a Jesús para que Él nazca y habite en nuestros corazones, fructificando en actos de amor, de dedicación a su Iglesia, de apostolado, de salir de nuestra pequeñez para llevar el mensaje de Cristo a todo el mundo.
              No nacemos para la mediocridad, para estar echados en el charco de nuestro propio egoísmo. El hombre fue creado por Dios para vivir los grandes vuelos de la santidad. Podemos explicar nuestra naturaleza humana por analogía con seres inferiores a nosotros.
     Por ejemplo, el sapo. Animal de aspecto repugnante, que vive pegado a la tierra, como si el mundo fuera el charco donde vive, puede representar al hombre mediocre, que vive sólo para su propio egoísmo, para lo cual la existencia no sobrepasa los límites de su propio gozo personal.


El célebre escritor francés Ernest Hello, así caracteriza al mediocre:
«Al mediocre le agradan los escritores que no dicen ni sí ni no, sobre ningún tema, que nada afirman [...] es un poco amigo y un poco enemigo de todas las cosas [...] tiene miedo a comprometerse. [...] Es dócil frente a Marx y rebelde contra la Iglesia. [...] El hombre inteligente eleva su frente para admirar y para adorar; el mediocre eleva la frente para bromear; le parece ridículo todo lo que está encima de él, y el infinito le parece el vacío».
            Por otro lado, el águila, alabada en la escritura, a la cual es propio ostentar sus garras, sus grandes alas, su fuerza y su ímpetu, que simbolizan ciertas cualidades de Dios y por esto representa al audaz evangelista Juan, se eleva a las alturas, sin miedo de ver las cosas con la mirada de Dios. Es símbolo del hombre que tiene siempre los ojos puestos en su ideal, en su vocación, en su amor a Dios, por eso, aunque anciano, será siempre joven, pues encuentra siempre un motivo para vivir y para luchar. La razón iluminada por la fe nos indica que debemos cumplir con el deber del amor entero a Dios, ponerse de pie y volar, como un águila que se eleva a las cosas del cielo. 
San Luis María Grignion de Montfort, afirma que los siervos de Dios son llamados a ser águilas reales entre tantos cuervos, un batallón de leones intrépidos entre tantas liebres tímidas[4].
           El águila en su vuelo se alza con osadía, no duda, no toma precauciones pequeñas y mezquinas, es semejante al alma audaz cuyos altos valores morales y espirituales le llevan a no medir esfuerzos en el servicio de Dios.[5]
             Dios nos llama a la santidad, a decir no a nosotros mismos, a nuestras inclinaciones naturales y a alzar alto el vuelo del espíritu, con la mirada puesta en el Señor y dispuestos a todo y cualquier sacrificio para hacer de nuestras vidas un verdadero espejo de nuestros modelos en la tierra: Nuestro Señor Jesucristo y su Madre Santísima: la Virgen María.




[1] Concilio Vaticano II. Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 56.
[2] Ribeiro, Leandro Cesar. O verdadeiro significado do Natal. En: Revista Arautos do Evangelho, Dez/2009, n. 96, p. 19 à 21.
[3] Filocalo era calígrafo del Papa Dámaso I en 354 y autor de un calendario romano que se acerca al actual. Es el calendario cristiano conocido más antiguo.
[4] Cf. Grignion de Montfort, Luís Maria. Tratado da verdadeira devoção à Santíssima Virgem. São Paulo: Vozes, 1985, p. 308.
[5] Cf. Corrêa de Oliveira, Plinio. Símbolos, fantasias e realidades. En: Revista Dr. Plinio, n. 042. São Paulo: Retornarei, p. 32.

Comentarios

Entradas populares