María acepta sufrir con su Hijo
Los días de la Cuaresma nos preparan para el momento supremo de la Pasión y
Muerte del Señor, que se entregó para salvarnos.
Este periodo tan importante para nuestra vida espiritual exige que
encontremos un modelo de perfecta unión con Jesucristo para alcanzar la
preparación necesaria para las gracias que Dios enviará en el memorial del
sacrificio redentor y de la Pascua victoriosa de su divino Hijo.
La primera persona que conoció este misterio fue la Virgen María. Por eso,
su ejemplo es el mejor modelo de preparación para la Semana Santa que se
acerca.

La Iglesia enseña que durante los días de la Cuaresma debemos escuchar con
más frecuencia la Palabra de Dios, dedicarnos más a la oración y hacer también
penitencia. Este es un tema poco recordado en nuestros días. Sin embargo,
debemos recordar que en Fátima la Madre de Dios insistió en que debemos hacer
penitencia por nuestros pecados y en reparación por los pecados de la
humanidad. La penitencia educa nuestra voluntad y es un acto concreto que
expresa nuestro amor a Dios, puesto que no existe amor sin sacrificio y no
existe sacrificio sin amor[1].
Otro punto importante es recordar nuestro Bautismo y el vínculo que a partir
de este Sacramento tenemos con nuestro Salvador. En esta preparación cuaresmal,
la liturgia propone el ejemplo de la Santísima Virgen María, siempre fiel a la
voluntad divina, que siguió los pasos de su Hijo Santísimo hasta el Calvario,
para “morir con Él” (cr. 2Tm 2,11). Cuando, al final de los cuarenta días,
lleguemos a la gloriosa Pascua redentora, contemplaremos a nuestra Madre
celestial como una “mujer nueva”, es decir, como el inicio de una “nueva
creación”, en que todo nace de Cristo y, por tanto, esta “humanidad nueva”
estará también totalmente unida a la “Esclava del Señor”.

Conociendo las Sagradas Escrituras con una inteligencia superior a la de
los mayores genios de la humanidad e iluminada por el Espíritu Santo con luces
mucho mayores que las de Isaías o cualquier otro profeta, la delicada Virgen de
Nazaret esperaba la venida del Mesías para sus días y por eso decidió consagrar
su vida completamente a su servicio. El Evangelio de San Lucas deja esto claro
al relatar la pregunta: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc
1,34), antecedida de la afirmación de que Nuestra Señora ya estaba desposada
con San José, de la casa de David. Desde San Gregorio de Nisa, San Agustín,
hasta los mariólogos actuales, se encuentra en este texto la revelación de que
María había hecho un voto o propósito de virginidad a partir del momento en que
Ella fue capaz de comprender el sentido de esta consagración.
Esta entrega, realizada en edad tan remota, tal vez en el periodo en que
Ella estaba en el Templo, da inicio a su unión con el sacrificio de Jesús.
Efectivamente, la decisión de mantenerse virgen, en una sociedad que no
comprendía la virginidad consagrada, sobre todo para las mujeres, traería
consecuencias muy difíciles para una niña de tan tierna edad. ¿Cómo expresar
esta decisión, en términos comprensibles, a los adultos que no habían recibido
esta gracia del Espíritu Santo?
Con certeza esta decisión encontraría rechazo incluso en su propia familia
y en toda la sociedad israelita. Sería necesario renunciar a la posibilidad de
ser una ascendiente del Mesías, con el peligro, incluso, de desviar los
designios divinos abdicando a la maternidad, si de ella pudiese, en un futuro
próximo o remoto, nacer el prometido Salvador.
El drama de la virginidad de María se transformaba casi en agonía en la
previsión de una vida compartida en un inevitable matrimonio futuro. ¿Dónde
encontrar un esposo con los mismos sentimientos? En la sociedad de la época ni
siquiera le era permitido buscarlo. El ideal de virginidad para la joven
Doncella era un verdadero “laberinto sin salida”. [2]
Dios daría una solución a este problema en el momento oportuno, pero la
santa Niña no podría, antes de la Anunciación, ni siquiera imaginar los
grandiosos planes que el Señor reservaba para Ella.
¿Cuánto debe haber costado esta decisión? Con certeza, mucho dolor de alma,
mucha angustia, mucho sufrimiento… ¡pero este sacrificio no fue estéril! La
mujer que decidió consagrarse a Dios en la total virginidad, renunciando
voluntariamente a la maternidad, y, consecuentemente, a la hipotética
posibilidad de ser madre, o siquiera ascendiente del Mesías, fue la elegida
para unirse a Dios en el gran plan de salvación de la humanidad.
Este modelo de amor, de dedicación, de aceptación del sufrimiento unido a
la sangre redentora de Cristo nos da la clave para vivir bien esta Cuaresma,
siguiendo los pasos de Jesús a través del caminar de María.
Esta vía dolorosa, de duda vocacional, que no sabemos cuánto tiempo duró,
preparó el Corazón Inmaculado de la santa Niña para recibir al mensajero de
Dios. Por eso Ella no se asustó cuando vio el ángel San Gabriel, pero sintió un
verdadero temor al conocer la grandeza de su vocación. El mensajero divino la
tranquilizó: “No temas María […] El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y
será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,30.35).
María meditó profundamente en su corazón, preguntó al ángel cómo se daría
este misterio y entendió toda la misión a la cual estaba siendo invitada. Por
eso su respuesta no contenía ninguna hesitación: “Hágase en mí según tu
palabra” (Lc 1,38). Y el Verbo de Dios se hizo carne, y habitó entre nosotros
(Jn 1,14).
Caminemos estos días con María y preparémonos para el momento en que,
contemplando la Pasión, el sufrimiento, la agonía y la muerte del Señor,
podamos unirnos totalmente a este sacrificio redentor y decir con María:
“Hágase en mí lo que sea necesario para salvar a este mundo que a cada día
abandona más a su Dios y Señor”.
[1] Cf. De Hollanda Cavalcanti,
Alexandre. María en el Sacrificio de
Cristo. Lima: Heraldos del Evangelio, 63.
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