La necesidad imperiosa de la oración en el pensamiento de San Alfonso María de Ligorio y Plinio Corrêa de Oliveira

 
Hno. Dr. Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti

 


En el conjunto de los temas estudiados por san Alfonso María de Ligorio, es de gran importancia lo que el santo explica sobre la necesidad imperiosa de la oración. Que la oración sea buena y conveniente, no hay duda, pero san Alfonso afirma aquí una verdad determinante: la oración es necesaria.


Las Sagradas Escrituras son claras en este sentido: «es necesario orar siempre y no desanimar… vigilad y orad para no caer en la tentación. Pedid y se os dará…». Se encuentra aquí más que un consejo, un precepto: es necesario, pedid, orad. 


Contra esta afirmación se podría oponer un crítico afirmando que Dios concede las gracias que necesitamos para salvarnos y, por eso, no se puede hablar de necesidad de la oración.


La vida humana es un camino continuo para alcanzar la semejanza con Dios y la santidad a la cual cada uno está llamado. En este camino, hay dos tipos de obstáculos o dificultades: los comunes y los extraordinarios. Si es verdad que Dios concede gracias necesarias para superar las dificultades comunes, es también verdad que, para vencer las dificultades extraordinarias, son necesarias gracias extraordinarias.


La Escritura es clara al afirmar que sin el auxilio de la gracia no podemos hacer el bien: sin mí nada podéis hacer. Por eso san Agustín explica que sin la gracia no podemos realizar el bien. San Alfonso completa: sin la oración no podemos siquiera tener el deseo de hacer el bien. Por eso afirma Santiago: «no os engañéis, todo don y toda gracia viene del Padre, en quien no hay cambios». (cf. St 1,16-17).


1. El mito del neo-pelagianismo


Al inicio del siglo V el hereje Pelagio afirmaba que el hombre no necesita de la gracia ni de la intervención sobrenatural para alcanzar la salvación; bastaba para ello el uso de la razón y de la libertad. 

Contra esta insustentable afirmación, san Agustín puntualiza que el único camino para adquirir la sabiduría es la oración; y el papa san León Magno enseña que nosotros sólo podemos hacer las obras buenas ayudados por la gracia de Dios. 

Lo deja claro posteriormente también el Concilio de Trento:


«Si alguno dijere que el hombre sin la preveniente inspiración del Espíritu Santo y sin su ayuda puede creer, esperar, amar y arrepentirse como es debido para que se le confiera la gracia de la justificación, sea anatema».


Dr. Plinio explica que en la actualidad existe una mentalidad neo-pelagiana que descarta la necesidad de la oración para la salvación, con el siguiente sofisma:


«Dios da las gracias suficientes para la salvación, aunque uno no las pida. Así, no hace falta pedir, sino aprovechar las gracias suficientes para salvarse».


El error de este raciocinio está en que el hombre no es capaz de vencer las dificultades mayores de la vida espiritual sin pedir gracias especiales para ello y es inevitable que estas dificultades lleguen a todo cristiano. En los momentos de prueba, la gracia común no es suficiente.


La alimentación que podría ser suficiente para una persona saludable, no será suficiente a un enfermo, que necesita un tipo de alimentación especial.


Ahora bien, para recibir las gracias extraordinarias, es necesario pedirlas, como afirma santo Tomás de Aquino, citando a san Agustín: 


«Con sus propias fuerzas y con la gracia ordinaria, el hombre no puede observar algunos mandamientos, pero tiene en sus manos la oración y con ella puede alcanzar la fuerza que necesita». 


Dios no manda cosas imposibles, pero hay algunas cosas que sólo son posibles con el auxilio de la gracia, y dejar de pedirla sería rechazar el medio para cumplir la voluntad divina. Si alguien mandase a un cojo andar derecho, podría parecer una injusticia, pero san Agustín replica que no es injusticia si se le da el remedio para curar la enfermedad. Así, si el cojo no toma el remedio y no cura su enfermedad, será culpa suya.


Sale al paso una interrogante: ¿Cuáles son las verdaderas dificultades de la vida espiritual?


El proceso de maduración espiritual pasa por un periodo de luces y gracias que ayudan a vencer las resistencias y unirse a Cristo. Sin embargo, el acero pasará por el fuego de la prueba para alcanzar el temple. Como en todo combate, uno puede salir vencedor, vencido, o quizás herido… superada la prueba, la vida espiritual se afianza.


En estos momentos el ser humano puede llegar a plantearse cuestiones muy radicales como la misma existencia de Dios. No es extraño que surja el deseo de olvidar a Dios y excluirlo de la propia existencia. Estas dudas no son teóricas, nacen de la percepción de un Dios muy real, que se implica en la vida y la complica. Por eso, se desearía que no existiera. El Señor resulta demasiado real; su rivalidad parece insuperable… se puede llegar hasta el desafío. 

Durante la prueba es difícil conocer el sentido de lo que se está viviendo. ¿Cuál es el sentido de esta prueba? Es entender y acoger la vida espiritual en un nivel superior. Es un momento necesario que prepara para una unión verdadera con el Señor, que es la esencia de la verdadera vida espiritual. La gozosa adhesión inicial pide ahora una reiteración consciente de su primer fiat.


Esta etapa necesaria no debe ser suprimida, sino orientada. Si ella no existiera naturalmente, sería necesario provocarla[1].


Casi todas las personas piensan que es en estos momentos de crisis y de prueba que es necesario rezar de un modo especial, pero que, pasada la dificultad, ya no hace falta rezar con fervor… ¡Profunda equivocación!


Las verdaderas dificultades de la vida espiritual consisten en vencer los grandes defectos que cada persona tiene, en eliminar lo que lo separa de la semejanza con Cristo y este combate, que dura toda la vida, es la verdadera lucha de todo ser humano. Para vencer los propios defectos es necesario rezar y después, sustentar la plaza conquistada, lo que es casi tan difícil cuanto vencer. 


Cuando pensamos que alcanzamos la victoria, muchas veces ahí viene la mayor lucha: conservarla. 



Un herrero español, después de una juventud llena de excesos, decidió escuchar las indicaciones divinas y corregir su vida. Durante muchos años trabajó con esfuerzo, practicando los mandamientos y la oración, pero a pesar de todo su esfuerzo, nada parecía ir bien en su vida; por lo contrario, sus problemas aumentaban… 

Un día recibió la visita de un amigo, que le comentó: «Es curioso, justo después que te decides a practicar los mandamientos tu vida se quedó más difícil». El herrero, mientras seguía su trabajo, preparando una espada toledana, contestó: «amigo, he pensado mucho sobre esto… cuando recibo el acero aquí en mi taller, él no está trabajado y necesito transformarlo en una espada. ¿Sabes cómo lo hago? 

Primero caliento el acero en el horno hasta que quede rojo, luego sin ninguna hesitación, le aplico duros golpes con el martillo hasta que la pieza alcance la forma deseada. Enseguida, la meto en un barril lleno de agua fría y todo mi taller se llena de vapor. La pieza «estalla», «grita» por el cambio rápido de temperatura. Repito este proceso muchas veces, hasta conseguir una espada digna de ser llamada toledana».


El amigo miraba en silencio, sin entender donde quería llegar…


El herrero continuó: «Hay casos en que el acero que recibo no soporta este tratamiento. El calor, los golpes del martillo, el agua fría lo malogran… con la experiencia que tengo, sé que esta pieza nunca será una buena espada y por eso, la boto en ese monte de hierro viejo que ves a la entrada de mi taller y los vendo a la chatarrería».


Después de respirar fondo, dijo el herrero: «Sé que Dios me ha permitido ser colocado en el fuego de las aflicciones, acepto los martillazos que la vida me da, a veces me siento frío e insensible como el agua que hace sufrir el acero…. Pero la única cosa que pido a Dios es que no desista de mí hasta que yo consiga tomar la forma que Él desea. Yo digo al Señor: “trátame como juzgues mejor”, por el tiempo que quieras, pero, por favor, nunca me tires en la chatarrería de las almas».


Durante toda la vida, siempre tendremos luchas. Para estos momentos, las gracias comunes no bastan, son necesarias gracias extraordinarias que sólo se alcanzan con la oración.


2. La obligatoriedad de la oración


San Alfonso deja claro que, en momentos de peligro, tengo la obligación de rezar más y dejar de rezar en estas ocasiones es una grave omisión, por la cual cometo un pecado del mismo tamaño del obstáculo que tengo que vencer. Este obstáculo puede ser grande como un monstruo del océano, o serán las «pequeñas piedras» del perfeccionamiento diario, que a veces pueden ser más difíciles de vencer que las grandes luchas.

San Alfonso cita a Leonardo Lessio[2], que afirma:


«No se puede negar la necesidad de la oración a los adultos para salvarse sin pecar contra la fe, pues es doctrina evidentísima de las Sagradas Escrituras que la oración es el único medio para conseguir las ayudas divinas necesarias para la salvación eterna».


Así, si estamos en peligro de pecado y no rezamos, cometemos un pecado proporcional al peligro en que nos encontramos.


San Alfonso presenta un ejemplo muy claro: Si un capitán tiene por misión defender una fortaleza que está cercada por el enemigo y puede pedir el auxilio del Rey, pero no lo hace por orgullo o por temeridad, será considerado traidor y culpable por la derrota, pues, aunque él no tenía fuerzas para defender la plaza, tenía la obligación de pedir la ayuda y no haciéndolo es culpable de la derrota. Por eso señala san Buenaventura que el Señor tiene por traidor a aquel que al verse sitiado de tentaciones no acude a Él pidiendo socorro, pues Dios está esperando y deseando darle auxilio, pero muchas veces la persona actúa como Ajaz, que rechazó pedir el auxilio de Dios, cuando Isaías lo incitó a pedirlo.


Lo mismo pasa con nosotros: si podemos pedir auxilio y estar seguros de conseguirlo; ¿tenemos derecho a no pedir este auxilio sin cometer una traición a Dios?


En un primer momento, la palabra «necesidad» puede parecer exagerada, puesto que la oración no es un mandamiento explícito de la Ley de Dios, pero sí la podemos considerar como necesidad moral, por la obligación inexcusable que los hombres tienen de alcanzar el fin para el cual fueron creados y de poner para ello los medios que son necesarios. De entre estos medios descuella, por su absoluta necesidad en la presente economía salvífica, la gracia santificante. Es lógico, pues, que no se podrán rechazar los instrumentos y canales por donde la gracia es comunicada al hombre. 

Rechazar la oración será rechazar la gracia que posibilita la debida disposición para alcanzar la santificación. A pesar de que Dios también concede gracias que no pedimos, existe una correspondencia entre la mayor o menor abundancia de su dispensación y la intensidad y profundidad de la oración. Rehusando rezar, el hombre abandona el principal medio de recibir la gracia, al igual que no obra rectamente quien rechaza la recepción de un sacramento que no es de necesidad absoluta para la salvación, como la Confirmación y la Unción de los Enfermos[3].


El ejemplo típico de pecado fue el de Adán y Eva. Al ver a la serpiente acercarse, Eva se ha dado cuenta del peligro y en lugar de rezar, aceptó dialogar con ella. El resultado es que pecó y fue instrumento de tentación para Adán que, del mismo modo, sintiendo la inclinación al pecado, no pidió fuerzas a Dios para vencerlo, sino que cedió a la tentación. Las Sagradas Escrituras no narran ningún momento de oración por parte de ellos y sería necesario hacerlo, como afirma santo Tomás: «Adán cayó porque no acudió a Dios en el momento de la tentación».


3. La oración y la meditación


Existe una diferencia entre oración y meditación. Las dos son necesarias para nuestra santificación.


La meditación es de gran utilidad para el alma, en ella conocemos nuestras necesidades y sabemos lo que debemos pedir, pero es en la oración que alcanzaremos fuerzas para cumplir con lo que necesitamos. Por eso, san Agustín no duda en afirmar que es mejor rezar que meditar: la meditación nos muestra la necesidad de la oración y ésta es el medio de alcanzar las gracias de las cuales conocemos la necesidad al meditar. 


Como toda meditación debe concluirse con un propósito: «debo hacer esto», la primera actitud será pedir gracias a Dios para cumplir este propósito.


San Alfonso es muy preciso: 


«Si no meditas, no pensarás en rezar, ni comprenderás la necesidad de la oración. El que todos los días hace meditación conoce sus necesidades de alma y los peligros. Con eso sabe la obligación que tiene de rezar. Rezará para perseverar y para salvarse».


Por eso afirmaba san Bernardo que es necesario meditar y rezar, pues en la meditación vemos lo que tenemos y con la oración alcanzamos lo que nos falta.


Para tener una vida de oración perfecta es necesario preparar el espíritu manteniendo vivas las verdades de fe como elementos adquiridos para la vida entera.


Mas allá de los pedidos que hacemos, en la oración tenemos una experiencia teologal recibida de las relaciones con Dios: las oraciones atendidas, las oraciones «frustradas», aquellas en que creíamos que debíamos haber sido atendidos y no lo fuimos, la aridez en la oración, etc. Todas estas experiencias deben ir transformándose en nuestra alma en principios de orientación para nuestra oración.


En la vida del Padre Pío, se cuenta de una joven que fue nombrada para el cargo de profesora, el Padre rasgó el decreto de su nombramiento. Ella se quedó indignada, pero algunos días después vino agradecer al Padre Pío por haberla salvado, pues la profesora que asumió su puesto fue cruelmente agredida y violada por malhechores, llegando casi a morir. 


Muchas veces pasa con nosotros cosas semejantes: pedimos a Dios algo que Él sabe que no nos conviene. ¿Cómo queda en ese caso su promesa: pedid y recibiréis? 

Dr. Plinio responde a esta duda:


«Cuando pedimos algo que es nocivo para nosotros Dios da algo mejor de los que hemos pedido, pues ninguna oración deja de dar su fruto específico».


4. Desconfianza en relación a Dios


Dr. Plinio advierte sobre otro tipo de dificultades que podemos tener en la oración: la persona piensa que su oración no merece ser atendida por Dios, a causa de sus infidelidades. Con esto se desanima y deja de rezar. Hace su oración sólo para cumplir sus obligaciones para con Dios.


Esta falta de confianza nace del egocentrismo, constituyendo un obstáculo para los dones de la misericordia divina, como dice san Basilio: «no pediste bien cuando pediste con desconfianza». 

La persona mide su relación con Dios a partir de sus propios límites. La piedad filial nos debe guiar a medir las cosas a partir de Dios: su misericordia es infinita, Él nos espera siempre y por eso las Escrituras nos relatan las parábolas del Hijo pródigo, de la moneda, de la oveja perdida, para dejar claro que no debemos considerar las cosas a partir de nuestras limitaciones naturales, sino a partir de la infinita misericordia de Dios. Por eso asegura san Alfonso: «Todo lo que pidieras en la oración, tened viva fe de conseguirlo, y sin duda se os concederá sin falta».


Si soy la oveja perdida, si soy el «hijo pródigo» que vuelve su mirada al Padre, Él me recibirá siempre con alegría, dará una fiesta y me acogerá cada vez que yo le pida auxilio. Cada vez que comulgamos bien, más que las gracias que recibimos, el mismo Dios renueva su alegría de donarse para que podamos estar unidos a Él.


Así, es necesario descubrir y desterrar las falsas impresiones que el demonio va formando en nuestras almas para alejarnos o desanimarnos de la oración. Con eso alcanzaremos muchos frutos al rezar.


La demora que muchas veces puede pasar para que Dios atienda mi oración, me da la posibilidad de practicar ciertas virtudes que normalmente no practicaría, de modo que así acabo recibiendo más de lo que había pedido.


Si la oración fue hecha con la insistencia y la conveniencia necesarias, y lo que pedimos es conforme a la voluntad de Dios, podemos tener la certeza de que ella será atendida. 


En nuestra sociedad del fast-food, de la lámpara que se enciende pronto, muchas veces nos desalentamos por que esperamos una respuesta inmediata de Dios, pero debemos recordar que Dios es eterno, no nació en la época del fast-food y conoce mejor que nosotros el momento exacto de atender nuestra petición. Este momento es precisamente aquél en que reconocemos que no recibimos los bienes por nuestro propio esfuerzo, sino por la misericordia infinita de Dios.


San Agustín explica que, si todo hombre fuera recompensado en esta vida y también castigado de modo inmediato, hasta los malos se portarían bien, es decir, los hombres harían el bien y abandonarían el mal no por amor a Dios, sino por egoísmo. Si por medio de la oración pudiéramos conseguir todo lo que quisiéramos, acabaríamos disponiendo un medido de construir nuestra felicidad en esta tierra.


Debemos recordar siempre que Dios es nuestro Señor y Creador, no nuestro esclavo y servidor. Al atender nuestras oraciones, Él lo hace por amor y por eso pone a prueba nuestra confianza, atendiéndonos de maneras diferentes: a veces nos da inmediatamente lo que pedimos, otras, nos hace pasar largas esperas. Si no fuera así, nuestra oración estaría guiada no por el amor a Él, sino por mero interés personal.


Conclusión


Concluyamos, pues, con san Agustín, que toda la ciencia del cristiano consiste en conocer que el hombre nada es y nada puede. Es en Dios, que resiste a los soberbios y no desprecia un corazón contrito y humillado, que debemos poner nuestra confianza. Él eleva a los humildes y derrumba a los soberbios, mira a la humildad de quien le pide y hace maravillas. Él ha puesto como camino para subir la escalera de la virtud y de la perfección, el auxilio de su Madre, siempre tierna y siempre atenta a las necesidades de sus hijos para alcanzarles el auxilio divino, al mismo tiempo que nos indica el camino de la santidad: «¡Haced todo lo que Él os diga!».


[1] Cf. García Paredes, José Cristo-Rey. Teología de la Vida Religiosa. Madrid: BAC, 2002, pp. 266-275
[2] Leonardo Lessio (Lenaert Leys; 1 de octubre de 1554, Brecht – 15 de enero de 1623, Lovaina) fue un teólogo moral flamenco, perteneciente a la Compañía de Jesús. A los trece años ganó una beca de Brecht para estudiar en la Universidad de Lovaina. Todo el resto de su vida giró alrededor de esta universidad. En 1567 se matriculó en un departamento de arte denominado Le Porc (Porcus alit doctos), durante el examen final oral se le concedió el título de primus. Se unió a la compañía de Jesús en 1572, y después de realizar estudios teológicos en Roma con Francisco Suárez y Roberto Belarmino, se convirtió en profesor de teología en la Universidad de Lovaina. En sus primeros años de enseñanza, se vio involucrado en el debate teológico de la predestinación que estuvo muy presente en Lovaina entre 1587 y 1588 posicionándose contra el bayanismo. En 1615 el Papa Pablo V le agradeció personalmente sus servicios prestados a la Iglesia Católica.
[3] Cf. J.M. Cascante, El culto debido a María. Razón de ser, características, 227-228


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