IMPORTANCIA DE LA VIRGEN MARÍA EN LAS FAMILIAS

Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti

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          La familia es la célula mater de la sociedad, es la primera semilla, el lugar donde se forman los hombres que la constituyen. Por eso, al crear al ser humano, Dios creó a la familia: entregó a Eva como esposa de Adán recomendando: creced y multiplicaos, llenad la faz de la Tierra (Gn 1,28). Al recibir este gran regalo divino, el hombre exclamó con alegría: «¡Esto sí que ya es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gn 2,23). Por eso Dios determina que el hombre deje a su padre y a su madre y se una a su mujer, haciéndose con ella una sola carne (Gn 2,22-23). Esta unión indisoluble creada por Dios en el mismo momento en que ha dado existencia a la humanidad, constituye la base de toda sociedad humana: el hombre para desarrollarse perfectamente debe nacer y formarse en un ambiente propio a la grandeza de su vocación de hijo de Dios. Y este ambiente fue determinado por el propio Dios: la familia.
https://www.dropbox.com/s/9k7lmqcrloi9ymz/Importancia%20de%20la%20Virgen%20Maria%20en%20las%20Familias.pdf?dl=0          Al llegar la plenitud de la Revelación, donde Dios mismo se hace presente en la realidad humana, su nacimiento, a pesar de su característica virginal, se da en una familia. El mismo Cristo, cuando es interrogado por los fariseos respecto de la indisolubilidad de la unión familiar, recuerda las palabras del primer libro de la Biblia: «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y mujer, y dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?
          Con estas precisas palabras Jesucristo deja claro que la indisolubilidad del vínculo matrimonial pertenece a la esencia misma del ser humano desde su creación y está relacionada con la grandeza de la vocación a que es llamada la familia: ser la cuna donde nacen y se forman nuevos hijos para Dios. En la familia se participa de la obra creadora de Dios transmitiendo el mayor don material que el hombre ha recibido: la vida. Dentro del matrimonio se dan las condiciones perfectas y necesarias a formación integral del ser humano.
          Efectivamente, la vida representa el valor supremo de la existencia material y el don de la sexualidad es la fuente de la transmisión de este don, estando, por tanto, a la altura del bien que produce, mereciendo un gran respeto por parte de la teología católica. Hombre y mujer se complementan en esta acción que participa de la obra creadora de Dios, de modo que la sexualidad perfecta se vive en el ámbito del matrimonio, del cual se origina la familia y cuya grandeza supera en mucho a la simple transmisión de la vida.
          Sin embargo, debemos recordar el dictado: Noblesse oblige. La nobleza trae obligaciones. La grandeza de la transmisión de la vida conlleva la gran responsabilidad que es inherente a la misma, y el mal uso de este don divino causa daños tremendos a la humanidad, encadenando el espíritu, extinguiendo el amor espiritual, condenando el eros psíquico a la hipertrofia y a la corrupción. Estas graves consecuencias ponen en evidencia la necesidad de la unión de amor indisoluble que permite la garantía de un ambiente propicio para el desarrollo humano.
          Es tan grande el misterio de esta unión que congrega a la familia como primera unidad social instituida con la bendición divina, que san Pablo afirma que sólo una cosa puede compararse a este gran misterio: el amor de Cristo por su Iglesia (Ef 5,32).
          La importancia que Jesucristo siempre ha dado a la familia se puede verificar en su propia existencia: habiendo nacido en un ambiente familiar, su primer milagro también se da en el momento de la formación de una familia, relacionando de un modo directo a su madre en ese evento, para dejar muy claro, desde el inicio de su vida pública, la importancia de María para las familias, constituidas por esposo, esposa e hijos. En este conjunto, unido por un sacramento «de servicio», se representan los modelos de la acción divina, puesto que la primera misión de un padre es ser modelo de Dios para sus hijos y la primera misión de una madre es ser camino y modelo de virtudes para toda la familia. Los hijos encontrarán en sus padres el camino seguro para servir a Dios. Esta gran misión debe ser llevada adelante con amor, con dedicación y con mucha seriedad: están en juego valores muy altos, seres humanos por los cuales Jesucristo ha entregado su vida en el dramático sacrificio de la cruz.
           

       Al inicio de su misión, cuando Cristo llama a sus apóstoles para comenzar su vida pública, encontramos la presencia de María, que abre, con su intercesión, esta ocasión de suma importancia para toda la humanidad.


1. Los primeros discípulos

          Nos cuenta la Biblia que Jesús, caminando por la playa, encontró a Pedro y Andrés y los llamó, después llamó a los hijos de Zebedeo: Santiago y Juan. Más adelante, nos dice el Evangelio que Cristo pasó por la colecturía de impuestos y ahí encontró a Mateo y también lo llamó. Seguido por sus discípulos, Jesús fue invitado a la fiesta de un matrimonio, las famosas bodas de Caná, donde encontró a María, su Madre, y mientras la fiesta se desarrollaba con toda normalidad, en determinado momento faltó el vino, señal para aquella época de ausencia de la bendición de Dios. Toda la gente que cuidaba del servicio se quedó muy preocupada y María, percibiendo la preocupación de los servidores habló con Jesús. No era el momento de iniciar sus milagros, pero la intercesión de María lo hizo volverse a los que servían y preguntar si había agua. Sí, le dijeron, trayendo el agua. Jesús dice: «Sirvan a la gente». Los hombres se miraron extrañados, pero como María les había dicho «hagan todo lo que Él los diga», obedecieron…

2. La intercesión de María

          En este primer milagro Jesús nos presenta la importancia de la familia en la formación de cada individuo y de toda la sociedad. El matrimonio determina el estado de vida de la inmensa mayoría de los cristianos en edad adulta, de ahí la importancia de la presencia de María como la verdadera maestra de una familia cristiana. María actúa en cada familia, como actuó en las bodas de Caná, indicando el mejor modo de encontrar la paz y la armonía, representados aquí por la abundancia del vino: «hacer todo lo que Jesús nos diga».
          


           La perfección del plan divino al crear a la familia se puede comprobar con la antítesis de un mundo ordenado de manera distinta a la deseada por Dios.
       




          En un mundo sin familias no habría niños ni las características propias de la niñez, ni juegos, ni las despreocupadas alegrías infantiles...
          Aún más: no habría amor de padres, de hijos, de hermanos; cada cual se encontraría solo, extraño, aislado, huérfano, sin familiares en el mundo; difícilmente habría nación o patria, pues faltaría el noble sentimiento de la gran fraternidad humana.
          La íntima unión entre Jesús y María deja claro que este su primer milagro no aconteció «al azar», sino que fue una señal para cada una de las familias que el futuro engendraría.
          El Hijo de Dios quiso venir al mundo en la condición de un hijo: Hijo de Dios, desde toda la eternidad, y de María, en la identidad y unidad de su Persona. Por eso san Pablo explica que los esposos deben ser sumisos el hombre a la mujer y la mujer al hombre, recíprocamente. De modo que cada uno busque considerar al otro como un reflejo del propio Dios y vea en el otro el rostro cercano de Cristo.
          San Pablo recuerda que los esposos deben amarse con una entrega total de sí mismos, como Cristo amó a la Iglesia hasta entregarse totalmente por la muerte en la Cruz. Así, enseña que el marido debe amar a su esposa como a su propio cuerpo, puesto que el que ama a su mujer se ama a sí mismo, cuidándola con el mismo cariño con que Cristo cuida a su Iglesia. La mujer, a su vez, dotada del don maravilloso de la maternidad, cuando es fiel a su vocación, ama con tal profundidad a su esposo y a sus hijos, que busca más la felicidad de ellos que la propia. Todo esto será armónico y verdadero cuando se funde en el amor y unión con el Creador.
          A partir del momento que se rompe la unión con Dios, la primera consecuencia será la ruptura del lazo de amor y unión familiar. Efectivamente, encontramos en las Sagradas Escrituras que el primer conflicto matrimonial fue consecuencia inmediata del pecado de nuestros primeros padres: cuando Dios pregunta a Adán si comió del fruto prohibido, él afirma que «la mujer que pusiste a mi lado me lo dio, y yo comí» (Gn 3,12). Lanza la culpa sobre la mujer, reflejando en la ruptura de la unión familiar, la consecuencia inmediata de la ruptura de la unión con Dios.
          El pecado de Adán y Eva ha traído consecuencias graves para toda la humanidad, pero antes de reprocharles por su pecado, el Señor ha prometido la salvación diciendo: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te aplastará la cabeza» (Gn 3,15). Al prometer la salvación, Dios anuncia el camino para la venida del Salvador: «la descendencia de la mujer».
          Está en la propia economía salvífica que la salvación sea operada por Dios, pero al mismo tiempo que el hombre participe de su propia salvación. Por eso Él quiso elegir una intercesora no sólo para intermediar entre los hombres y su Hijo, sino para a través de Ella hacerse hombre y salvar, como Hombre y como Dios, a cada uno de nosotros.
          Al cometer el pecado nuestros primeros padres dijeron NO a Dios en nombre de toda la humanidad.
Al aceptar dar al Hijo de Dios todo lo que Él ofrecería para nuestra salvación, María dijo SÍ a Dios en nombre de toda la humanidad, cooperando decisivamente con nuestra salvación. En sus manos estuvo la decisión de la humanidad en aceptar la salvación ofrecida por Dios.
          Cristo no necesitaba de ninguna criatura para salvarnos, pero Dios quiso que el pecado operado por un hombre y una mujer fuese también rescatado por un Hombre y una mujer, en distintos grados. Con esa determinación Él quiso hacer de María su socia en la salvación, así como Eva fue la socia en el pecado de Adán, de modo que, por voluntad del propio Dios, la Encarnación dependió del «sí» de una doncella judía.
          El pasaje de Gálatas 4,4 muestra el origen humano de Jesús y la aportación decisiva de María como mujer: «Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer»[1]. Es significativo que San Pablo no utilice el nombre propio de María, presentándola como mujer, colocando aquella «mujer» en el corazón del acontecimiento salvífico y relacionando a María con la promesa del salvador hecha en el primer libro de la Biblia y con la mujer predicha en el Apocalipsis[2].
          La centralidad de María en nuestra salvación pone en evidencia su ejemplaridad para la unión familiar y para la integridad de cada uno de sus miembros. María es modelo para los hijos, pues ella es la mejor hija de Dios, con una fidelidad totalmente superior a toda y cualquier criatura humana. Nosotros, que somos hijos, debemos tener por nuestros padres el respeto, la consideración y el amor que María tiene por Dios.
          María es modelo para los esposos. El sacramento del matrimonio es un sacramento de servicio. Una persona no se casa para recibir bienes y satisfacer sus deseos de realización, sino para entregarse por entero con el objetivo de servir a Dios en la santificación de cada miembro de la familia. La función del padre de familia es, por tanto, ser modelo para los hijos y complemento de la esposa.
          El verdadero amor conyugal no significa sentir agrado o alegría por la presencia del otro, sino buscar la alegría, felicidad y santificación del cónyuge. Esta función es muy superior que la de velar por las necesidades materiales de la familia. Cuando nos pese algún esfuerzo en cumplir las obligaciones de padre y esposo, recordemos las palabras de María al aceptar la unión con la obra salvífica de Dios: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María no puso condiciones, no puso dificultades. Ella sabía que esa misión sería difícil y dolorosa, pero la aceptó con la totalidad de su ser. Para el cuidado del Hijo de Dios que nacería, el Señor eligió a san José, modelo perfecto de todo padre de familia.
          María es el verdadero modelo de esposa y de madre. ¿Podríamos pensar que ella dejaría su misión maternal para alcanzar logros materiales? La vinculación a la obra de la salvación se da específicamente por su condición femenina, por ser mujer, portadora de una profundidad substancial propia del sexo femenino, con un código genético distinto del hombre, un alma con manifestaciones psicológico-morales que reflejan las caracteríscas elegidas por Dios de donación integral de su ser al otro por el amor esponsal y por el amor incondicional por los hijos, con toda su naturaleza ordenada por Dios para la obra maravillosa de la maternidad[3].
          Ser madre es ser un espejo en el cual se reflejan sublimes virtudes de nuestro Creador. La madre ama siempre a su hijo, lo ama cuando es bueno… lo ama aun cuando no es bueno, lo ama porque es su hijo, carne de su carne, sangre de su sangre. Lo ama generosamente sin esperar retribución.
          La misión de la madre es ser la presencia viva de María en el seno de la familia, de modo que en contacto con la madre el esposo y los hijos puedan comprender lo que es la bondad que no se cansa, el amor que no disminuye, la alegría de la donación de toda una vida a la felicidad de los suyos.
          Tener alguien a quien poder llamar madre es algo tan bello, tan dulce, tan grandioso, que el propio Dios creó una Madre para Sí. Cuando Dios nos entregó a su Hijo para entrar en la vida humana y darnos la filiación divina, Él nos concedió la oportunidad de ofrecerle un «presente» a su altura, de algo que su omnipotencia no tenía hasta aquel momento, pues era exclusividad del ser humano: una Madre. ¡Sí! Si Dios nos ha dado a su Hijo, nosotros, la humanidad, hemos dado a Él una Madre. Parece exagerado, pero no lo es. Dios podría haber tomado de nosotros, en su omnipotencia, esta Madre, pero quiso solicitar, quiso pedir a la humanidad esta aceptación, que fue respondida por María con la totalidad de entrega maternal[4].

3. ¿Cómo llevar a María en nuestra vida diaria?

          La devoción a María no debe consistir en un afecto estéril que se basa en el amor a uno mismo y no en la donación a Dios. San Agustín explica que sólo existen dos amores: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo.[5] La devoción que se basa en el primer tipo de amor, será siempre estéril y transitoria.
          Un aspecto moderno de la devoción mariana es su comprensión como camino hacia la madurez devocional, evitando regresiones infantiles o transferencias de afectos. María pasa a ser contemplada no sólo como Aquella que protege y ayuda, sino también como la que arrastra hacia la afirmación personal, hacia la santificación y donación al servicio de la irradiación del reino de Dios, para la convocatoria a salir de sí mismo y servir a la Iglesia en la madurez y en la fortaleza de verdaderos cristianos, llenos del Espíritu Santo conferido por el Sacramento de la Confirmación.
Su maternidad es vista como una exigencia de adhesión valiente al plan de Dios. Lo mismo se pide a aquél que cree en la necesidad del servicio a Dios, sin fugas ilusorias ni alejamientos o inmovilismos condenables. La devoción es un término que tiene un sentido activo: significa entregarse, sacrificarse.
          La imitación de María no es un servirse de Ella, sino un donarse a sí mismo, integral e irrevocablemente a Dios.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et spes (37, 2), explica que la situación del mundo que «todo entero yace en poder del maligno» (1Jn 5, 19; cf. 1P 5, 8), hace de la vida del hombre un combate, donde el cristiano no tiene el derecho de omitirse. Son elocuentes las palabras de Concilio:
          «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo».
          En este momento decisivo, no podemos quedar en la indiferencia y desear ser «uno más» en medio de un mundo que abandona a Dios. Nuestras familias deben tener el coraje de Jesús que dice «soy Yo» cuando los soldados le buscaban para la confrontación final, a decir «hágase en mí» cuando somos llamados a enfrentar las dificultades de la vida, buscando cumplir con amor la voluntad de Dios, sin miedo de «ser diferente de los demás». Imitemos a Jesús, imitemos a María, no seamos nuevos «Poncio Pilato» delante de Cristo que se ve amenazado por sus enemigos y que busca componer la situación, terminando por condenar a Jesús... Pero si Pilato se nos apareciese en este momento, podría decir: «yo seré imitado por muchas personas en todos los siglos».
          ¿Cuántas veces, por amor a nuestros intereses, por pereza, o por el miedo de decir no, permitimos que la Iglesia sea calumniada y perseguida y nos callamos? Presenciamos de brazos cruzados el pecado, por la vergüenza de enfrentar a los que nos rodean, de decir «no» a los que forman nuestro ambiente, por el miedo «de ser diferente de los otros», como si Dios nos hubiera creado, no para imitar a Jesús, sino para imitar servilmente a nuestros compañeros[6].
          Miremos a Jesús crucificado, miremos a María que llora a los pies de la cruz. En aquel momento Él sufrió por todos los hombres, sufrió por los cobardes, por los tibios, por cada uno de nosotros. Que el Señor tenga misericordia de nosotros y que, por la fortaleza que nos dio como ejemplo enfrentando el dolor y la muerte, cure en nuestras almas la llaga del egocentrismo, del miedo y de la pereza.
          Que la Virgen María sea el lucero seguro que ilumine nuestro camino, que nos dé su mano en las horas difíciles y haga de cada uno de nosotros verdaderos imitadores de sus virtudes, con un amor que no sea estéril y transitorio, sino que excite al servicio y donación que caracterizaron toda la vida de María.


[1] Cf. Artola Arbiza Antonio María. Mística y sistemática en la Mariología. Callao: Facultad de Teología Redemptoris Mater, 2010, pp. 179-180.
[2] Cf. Juan Pablo II. Carta Apostólica Mulieris dignitatem, sobre la dignidad y la vocación de la mujer, n. 3.
[3] Cf. Rodríguez, Victorino. Estudios de antropología teológica. Madrid: Speiro, 1991, pp 53-54.
[4] Cf. J. Lafrance, En oración con María, la Madre de Jesús, 35-36. La misma idea aparece en las páginas 64-65, cuando, hablando de la Anunciación, afirma que la palabra última de Dios «suscita y mendiga el consentimiento de su pareja». El autor explica que la palabra no tiene efecto sin esta respuesta obediente y creyente en el corazón de la humanidad.
[5] Cf. San Agustín. Ciudad de Dios, libro XIV, cap. XXVIII.

[6] Corrêa de Oliveira, Plinio. Via Crucis. En: Catolicismo n. 3, São Paulo: Pe. Belchior Pontes, marzo de 1951.
 

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