El examen de conciencia

La vida espiritual, sobretodo en su fase primaveral, nos ofrece alegrías verdaderamente indescriptibles para el vocabulario humano. Es una oración que nos embelesa, una adoración al Santísimo en la cual particularmente nos sentimos atendidos, será quizás, el contacto con una persona a la cual vemos reflejadas las perfecciones del propio Dios… En fin, son torrentes de gracias que la bondad divina nos reparte con generosidad y que nos preparan para la lucha.

Sí, la lucha, ya que militia est vita hominis super terram  la vida del hombre sobre la tierra es una perpetua guerra  como lo vemos en Job (7,1).
Pero, como ocurre en todas las guerras, es necesario saber atacar y saber defenderse. Atacar los defectos y defenderse de las insidias del demonio. Y para ello, puso la Divina Providencia a nuestra disposición un arma casi invencible cuando bien usada: el examen de conciencia.
Los maestros espirituales distinguen dos clases de examen de conciencia:
  1. El examen general, por el cual examinamos nuestra conciencia de todas las faltas y pecados que podamos haber cometido;
  2. El examen particular, en el que analizamos las faltas que podamos haber cometido contra una determinada virtud.
¿Cómo hacerlo bien?
Grandes doctores y espiritualistas — San Ignacio de Loyola, el P. Alonso Rodríguez y otros — recomiendan: hacer a diario el examen de concienciaparticular, es decir, solamente analizar uno de nuestros defectos y hacer todo lo posible para corregirlo.
¿Y por qué no corregir de golpe todos los defectos que notamos en nosotros mismos?¿No avanzaríamos mucho más deprisa en el progreso de nuestra vida espiritual?
En la gran mayoría de los casos, la respuesta es invariable: ¡NO!
Todo hombre y toda mujer puede ser comparada a una fortaleza gobernada por un rey. El enemigo la acecha y procura una brecha por donde pueda entrar. Si no la encuentra, seguramente buscará un punto vulnerable donde concentrar toda su artillería y emplear todos sus soldados, porque derrocada aquella parte, entrará y tomará la fortaleza.
Por eso, es necesario mucho más empeño en fortificar la parte más débil que las partes más fuentes que con solo una buena vigilancia ya es suficiente. De no proceder así, la derrota es segura.
De forma análoga, así somos nosotros. La fortaleza es nuestra alma, las murallas son las virtudes y el Rey es Dios que habita en nosotros por la Gracia Santificante. Estamos siempre rodeados de enemigos —los demonios— que, para expresarnos de alguna manera, buscan alguna lacuna en la muralla, es decir, nuestras malas tendencias e inclinaciones.
Y nuestra obligación es hacer de todo para defender al Rey, empezando por robustecer la virtud que juzgamos ser la más débil en nosotros, algo que ni siempre es fácil de descubrir… Una vez hecho estoy con los medios que el mismo Rey y Soberano de nuestra alma nos concede, el demonio tendrá un poder muchísimo menor sobre nosotros.
Por la experiencia vemos que comúnmente cada uno tiene un vicio como rey —«el vicio capital» en el lenguaje de los Heraldos del Evangelio — que le lleva tras sí por la grande inclinación que tiene a aquello; hay unas pasiones que llaman predominantes, que parece que se enseñorean de nosotros y nos hacen hacer lo que no querríamos y así suelen decir algunos: «si yo no tuviera tal cosa, yo progresaría más y no tendría tanta pena»: pues es precisamente eso lo que hay que llevar al examen particular.
Al solidificar una virtud, todas las demás se benefician ya que las virtudes son como hermanas que andan siempre juntas. Si se vigila poco o si se va cediendo en pequeños puntos nuestra vida espiritual corre el riesgo de pronto o tarde, ser llevada al desastre.
He aquí, una sugerencia de un método para aquellos y aquellas que desean hacer un examen serio, honesto y fructífero:
  1. Descubrir en nosotros mismos un defecto moral que particular nos crea dificultad en la práctica de la virtud y elegirlo como materia del examen particular. En esta elección debemos dar prioridad a los defectos que puedan ofender o desedificar al prójimo.
  2. Hacer el examen de conciencia antes de acostarse — o, si fuera posible, varias veces al día, de preferencia en sitios recogidos — de la siguiente manera:
    1. Pedir gracias para reconocer los defectos y de ellos hacer un buen examen;
    2. Analizar el día, viendo las faltas cometidas contra la virtud que queremos fortalecer;
    3. Pedir fuerzas para que de ellas nos enmendemos y para cumplir los buenos propósitos.
Vamos a tomar por ejemplo la bellísima virtud de la castidad, tan vilipendiada y puesta en ridículo en los tristes días que vivimos. Podríamos hacer los siguientes propósitos para fortalecerla, según el consejo del P. Alonso Rodríguez SJ:
  1. Traer recato en la vista, no mirando personas ni cosas que puedan ser incentivo de tentación.
  2. No decir ni oír palabras que toquen a esta materia, o que puedan despertar movimientos o pensamientos malos, ni leer cosas semejantes.
  3. No dar lugar a ningún pensamiento que toque a esto, aunque sea muy de lejos, desechándolos con mucha diligencia y presteza luego al principio.
  4. Guardar consigo mismo mucha decencia y honestidad en no mirarse, descubrirse o tocarse, fuera de lo precisamente necesario.
  5. Mucha vigilancia con ciertas amistades particulares. Y con personas ocasionadas y con quien se siente un mal afecto e inclinación, andar con mucho recato, huyendo buenamente de su trato y conversación , que suele ser único remedio en estas cosas.
En la experiencia cotidiana que tenemos en el apostolado con familias y cooperadores, a veces recibimos lamentaciones de personas que manifiestan tener un mal genio, que fácilmente les salen “prontos” que desedifican a otros, crean problemas de amistad, etc. Otros enmascaran esos “prontos” diciendo que tienen “carácter” y que su “carácter” le crea problemas de convivio con los demás. En el fondo, todo ello implica en faltas contra lacaridad fraterna. Sobre ella, el P. Alonso Rodríguez da los siguientes consejos:
  1. No murmurar ni decir falta alguna de otro, aunque sea ligera y pública, ni deshacer sus cosas, ni dar muestra alguna de desestima de él, ni en presencia ni en ausencia, sino procurar que de mi boca todos sean buenos, honrados y estimados.
  2. Nunca decir a otro: «Fulano dijo esto de ti», siendo cosa de que puede recibir algún disgusto, por pequeño que sea, porque es sembrar discordias y cizaña entre los hermanos.
  3. No decir palabras picantes, ni que provoquen disgusto, ásperas o impacientes. No porfiar ni contradecir, ni reprender a otro sin tener cargo de ello.
  4. Tratar a todos con amor y caridad, y mostrarlo en las obras procurando acudirles, ayudarles y darles contento en cuanto pudiera; y especialmente cuando uno tiene oficio de acudir a otros, ha de procurar mucho esto, y suplir con el buen modo y con las buenas respuestas y palabras lo que no pudiere con la obra.
  5. Evitar cualquier aversión, y mucho más el mostrarla, como sería dejar por algún disgusto de hablar a otro y de acudirle en algo pudiendo, o dar significación alguna de estar quejoso de él.
  6. No ser singular con ninguno en el trato, evitando familiaridades y amistades particulares que ofenden.
  7. No juzgar a nadie, antes procurar de excusar sus faltas consigo y con otros, teniendo mucha estima de todos.
A los que tienen problemas con los “prontos”, no está mal los siguientes consejos del P. Alonso Rodríguez («De la paciencia»):
  1. No dar ninguna señal exterior de impaciencia; por el contrario, manifestar mucha paz en palabras y obras y en el semblante del rostro, reprimiendo todos los movimientos y afectos contrarios.
  2. No permitir que entre en tu corazón perturbación alguna, o sentimiento, o indignación o tristeza; y mucho menos deseo de ninguna clase de venganza, aunque sea muy liviana.
  3. Tomar todas las cosas y ocasiones que se me ofrecieren como enviadas de la mano de Dios para mi bien y provecho, de cualquier manera y por cualquier medio o vía que vengan.
  4. Y sobre el punto anterior, me tengo que ir ejercitando en estos tres grados:
    1. llevando todas las cosas que se ofrecieren con paciencia;
    2. con prontitud y facilidad;
    3. con gozo y alegría por saber que es esta la voluntad de Dios.
El orgullo y la sensualidad son dos vicios que van muy unidos. Es muy difícil que una persona siendo orgullosa pronto o tarde no caiga en pecados de impureza. Por el contrario, es inconcebible que una persona sea verdaderamente casta y recatada y que a la vez no sea humilde, ya que, así como el orgullo y sensualidad van siempre juntos, también la humildad y castidad son virtudes muy “hermanadas”. Así creo que sería de utilidad a nuestros lectores los siguientes consejos del P. Alonso Rodríguez para el ejercicio de la virtud de la humildad:
  1. No decir palabras que puedan redundar en mi alabanza y estima.
  2. No holgarme cuando otro me alaba y dice bien de mí, antes tomar de eso ocasión para humillarme y confundirme más, viendo que no soy tal, como los otros piensan. A la vez, alegrarme cuando alaben a terceros. Y si me entristezco cuando alaban a otros o siento algún movimiento de envidia, apuntarlo por falta y también cuando sienta complacencia o contentamiento vano de que dicen bien de mí.
  3. No hacer cosa alguna por respetos humanos, ni por ser visto y estimado de los hombres, sino puramente por Dios.
  4. No excusarme y mucho menos echar la culpa a otro, ni exterior ni interiormente.
  5. Cortar y cercenar luego los pensamientos vanos, altivos y soberbios que me viniere, de cosas que toquen a mi honra y estima.
  6. Tenerlos a todos por superiores, no solo”en teoría”, sino también en la práctica y en el ejercicio, mirando a todos con aquella humildad y respecto como si me fueran superiores.
  7. Llevar bien todas las ocasiones que se me presenten de humildad y procurar subir y crecer en estos tres grados:
    1. llevándolas con paciencia;
    2. con prontitud y facilidad;
    3. con gozo y alegría.
    Y no tengo de parar hasta tener gozo y regocijo en ser despreciado y tenido en poco, por parecer e imitar a Cristo nuestro Redentor, que quiso ser despreciado y tenido en poco por mí.
A la gran familia de los Heraldos del Evangelio nos es muy querida la máxima de hacer todo con perfección. Es nuestro carisma específico. Por eso, los siguientes consejos («De hacer las obras ordinarias bien hechas») nos son especialmente necesarios (aunque nadie deba excusarse de ello…):
  1. No dejar ningún día de hacer mis ejercicios espirituales y mis oraciones con toda diligencia, dándoles todo el tiempo necesario para ellos. Y si hubiera alguna otra ocupación forzosa, suplirlo en otro momento.
  2. Hacer la oración mental y los exámenes general y particular bien hechos, deteniéndome más en el dolor y propósito de enmienda que examinar las veces que he faltado.
  3. Hacer bien los demás ejercicios espirituales, Misa, Rosario, lectura espiritual, y las penitencias y mortificaciones tanto públicas (v. gr., el ayuno de cuaresma, el ayuno eucarístico o la abstinencia de los viernes) como particulares (p. ej., la penitencia impuesta por un confesor), procurando sacar de ello el fin y fruto para que está ordenada cada cosa y no haciéndola como por costumbre, por cumplimiento y ceremonia.
  4. Hacer mi oficio y ministerios bien hechos, haciendo todo lo que yo pudiere y fuere de mi parte para que vayan bien, como quien lo hace por Dios y delante de Dios.
  5. No cometer ninguna falta, aunque sea pequeña, a postas.
  6. Hacer mucho caso de las cosas pequeñas.
  7. Y dado que en hacer con perfección las pequeñas cosas ordinarias de todos los días está mi progreso espiritual, tengo que tener mucho cuidado de, de tiempos en tiempos, cuando sienta que me estoy entibiando, tornar a traer por algunos días el examen particular de ellos, para renovarme y rehacerme en hacerlas bien.
El punto 6º puede parecer a muchos exagerado. Y sin embargo, tiene mucha rezón de ser ya que, por el dinamismo de las pasiones desordenadas en el hombre, fruto del pecado original, los grandes pecados generalmente son precedidos por pequeñas concesiones al mal. Tenemos que esforzarnos especialmente en extirpar de nosotros cualquier raíz de pecado que podamos tener.
Enseña San Agustín —y hoy día es doctrina clásica— que los actos de virtud solamente son meritorios si obrados con recta intención. Por el contrario, pueden resultar hasta pecaminosos (aunque el acto de suyo sea en si mismo bueno) si no se hacen por amor de Dios ya que, esos mismos actos alimentarían nuestro amor propio. Por eso, viene muy a propósito los consejos «De hacer todas las cosas puramente por Dios»:
  1. No hacer cosa por respecto humano, ni por ser visto y estimado de los hombres, ni por comodidad e interés, ni por mi gusto o contentamiento.
  2. Hacer todas las obras puramente por Dios, acostumbrándome a referirlas a Dios: lo primero a, a la mañana, al despertar; lo segundo, al principio de cada obra,; lo tercero, también en la misma obra, levantando muchas veces en ella el corazón a Dios, diciendo: «Por Vos, Señor, hago esto, por vuestra gloria, porque Vis así lo queréis.»
  3. Hacer este ejercicio varias veces a la mañana y otras tantas a la tarde, al principio menos e ir acrecentando poco a poco hasta ganar el hábito y costumbre de levantar muy frecuentemente el corazón en las obras a Dios y que ya no se me vayan los ojos a mirar en ellas otra cosas que a su divina Majestad.
  4. No parar en este ejercicio hasta que venga a hacer las obras de tal manera que esté siempre en ellas amando a Dios, holgándome de que estoy allí haciendo su voluntad y de tal suerte que, cuando estuviera obrando, más parezca que estoy amando que obrando.
  5. Ésta ha de ser la presencia de Dios en que tengo que andar y la continua oración que tengo de procurar hacer, ya que será muy buena y provechosa para mi alma y me ayudará a hacer las cosas bien hechas y con perfección.
Lamentablemente es muy frecuente en nuestros días, al sobrevenir una desgracia, la gente se rebela contra Dios, como si Dios estuviera obligado a hacer siempre nuestra voluntad y atender a todos nuestros caprichos. Me viene a la memoria, a manera de ejemplo, el episodio ocurrido con una muy querida cooperadora de los Heraldos de aquí de Valencia y que fue sometida el verano pasado a una terrible operación de la cual fue necesario extirparla diversos órganos internos. Una amiga suya le decía: «No entiendo como no te rebelas contra Dios. ¿Cómo puede Dios permitir que, a tu edad y con tu juventud, se te ocurra eso? Dios no debe amarte, al permitir que te pasen esas salvajadas…». Una auténtica barbaridad ya que Dios solamente obra para nuestro bien y si Él nos quita la salud es porque nos quiere dar un bien mayor que la propia salud.
Por ello, vienen muy bien, y con ello encerramos este artículo que ya se extiende demasiado, los siguientes consejos del P. Alonso Rodríguez sobre«La conformidad con la voluntad de Dios»:
  1. Tomar todas las cosas y ocasiones que se ofrecieren, sean grandes o pequeñas, por cualquiera vía y de cualquiera manera que vengan, como venidas de la mano de Dios, que me las envía con entrañas de padre para mi mayor bien y provecho y conformarme en ellas con Su santísima y divina voluntad, como si viese al mismo Cristo que me está diciendo: «Hijo mio o Hija mía, Yo quiero que ahora hagas o padezcas esto.»
  2. Procurar ir creciendo y subiendo en esta conformidad con la voluntad de Dios en todas las cosas por estos tres grados:
    1. llevándolas con paciencia;
    2. con prontitud y facilidad;
    3. con gozo y alegría por ser aquélla la voluntad y contento de Dios.
  3. No tengo de parar en este examen y ejercicio hasta que halle un entrañable gusto y regocijo, en que se cumpla en mí la voluntad del Señor, aunque sea con trabajos, menosprecios y dolores y hasta que todo mi gozo y contengo sea la voluntad y contento de Dios.
  4. No dejar de hacer cosa que entienda ser voluntad de Dios y mayor gloria y servicio suyo, procurando imitar en esto a Cristo nuestro Redentor, que dijo (Jn. 8, 29): Yo siempre hago aquello que agrada más a mi Eterno Padre.
  5. Andar en este ejercicio será muy buen modo de andar en presencia de Dios y en continua oración y muy provechoso.
  6. El examen de la mortificación, que pusimos arriba, se podrá traer mejor por vía de conformidad con la voluntad de Dios, tomando todas las cosas y ocasiones como venidas de la mano de Dios, de la manera que aquí se ha dicho y de esta menra será más fácil y gustoso, y más provechoso, porque será ejercicio de amor de Dios.
Por supuesto, para la confesión el examen de conciencia debe ser general, apuntando todos los pecados para de ellos recibir el perdón.
Pidamos pues a Nuestra Madre Celestial la gracia de un perfecto uso de este arma casi infalible. Así, nos acrecentaremos en la unión con su Divino Hijo, con Ella y con todos los santos y, al final de nuestros días en esta tierra, podamos decir como San Pablo: «he combatido con valor, he concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me resta sino guardar la corona de justicia que me está reservada (II Tim. 4, 7-8)
(Apud: Padre Alonso Rodríguez, SJ, Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas, Editorial Testimonio, Madrid, 1985, Pp. 402 y ss.)

Comentarios

Entradas populares